Piittel

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Primera edici贸n, 2014 Piittel by Abhuta is licenced under Creative Commons Reconocimiento No commercial Sin obra derivada 4.0 International License


Aviso previo

Esto no es un libro. Nada más terminar de escribirlo me dijo, de manera tajante, que se negaba a ser un libro. ¡Menudo carácter! Le pregunté si era una cuestión de calidad literaria o número de páginas. No respondió. Insistí. Le ofrecí engordarlo con extraños polisílabos, unos párrafos de relleno y la fantasía de algunas ilustraciones para que todo el mundo le pudiera llamar libro. Le sonreí mientras le explicaba que con esos adornos tendría más presencia en cualquier estantería y sus lectores lo llevarían con orgullo bajo el brazo. Me devolvió esa sonrisa con desinterés, despertándome una leve sensación de ignorancia. Me pidió que le dejara tranquilo siendo lo que es, porque no necesitaba ser nombrado ni compararse con nada. Me puse a pensar. ¿Cómo podía llamarlo si no quería tener nombre? Me


sorprendió que algo tan sabio como un libro no supiera que los humanos hacemos uso de la palabra para comunicarnos. Me senté a dialogar con él. Con paciencia. Me costó mucho esfuerzo convencerle de que las personas comprendemos las cosas así, que nos resulta muy difícil hacerlo de otra manera. No se lo podía creer. Menos mal que al final pudimos llegar a un acuerdo satisfactorio para ambos (yo creo que mucho más para mí, pero guárdame el secreto, por favor). Aceptó ser llamado regalo. Así pues, espero que lo disfrutes desde el momento que pases esta página. No te olvides de darle la bienvenida con una mirada amable y sincera, de este modo será más fácil que te deje entrar en sus hojas. Después, si me permites el consejo, quítale el envoltorio despacio, descubriendo poco a poco su contenido. Ten en cuenta que las prisas siempre son malas compañeras de viaje. Y, sobre todo, espero que


cuando encuentres el regalo que se esconde bajo este papel, te sea útil. Esos siempre son los mejores. Te dejo ya a solas con él. Recuerda, no lo trates de otra manera, porque quizás se enfade contigo y se cierre para siempre. Muchas gracias por tu comprensión.


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El sue単o empieza cuando despertamos


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PIITTEL

http://www.piittel.com


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Dicen los científicos que aproximadamente un 70% de la superficie de este planeta es agua. También sostienen que una proporción muy similar de esta sustancia forma nuestros cuerpos. Por eso siempre digo que somos agua. Agua sazonada con unos cuantos elementos y un alma que nos hace humanos. Así de simple. Tal vez seamos más parecidos a ellos de lo que pensaba cuando la conocí. Los expertos también afirman que un porcentaje muy elevado del oxígeno que hay en nuestro planeta, ese que requieren nuestras células para hacer esas cosas que les gusta hacer a las células, proviene de los océanos. Desde sus aguas, millones de seres vivos liberan a diario esa singular pareja de baile hacia la atmósfera terrestre. ¡Qué suerte tienen esos dos átomos de oxígeno que se abrazaron para danzar juntos por la vida! Después, por uno de esos pequeños


milagros cotidianos, nuestros pulmones le ponen ritmo a su baile y recibimos su energía. Me gusta pensar que el mar nos da vida. Nos cuida. Porque agua y oxígeno son necesidades de nuestros cuerpos. A pesar de eso, creo que hay personas que no observan el mar, la lluvia o las nubes. Les da igual si el agua está en los campos, en otros seres vivos o incluso en sus propios cuerpos. No le dan importancia. Quizás porque no quieren hacerlo. Quizás, sencillamente, porque no saben cómo. Ella me dijo que pocos humanos saben ver o saben verse. No lo sé. Pero si sé que todas las personas tenemos unas convicciones. Por eso nos gusta tanto opinar. Algunos creen que somos los únicos seres inteligentes del planeta, que nadie nos observa,


que la conciencia humana es un invento moderno o que todo el mundo duerme igual por la noche. Otros afirman que la magia es sólo para los pequeños de la casa, que los libros nunca mienten o que la vida es algo que se parece a eso que nos han contado por ahí. Todos tenemos razón, porque sentimos que nuestras ideas son ciertas. Pero a su vez, nos equivocamos, porque sino estaríamos todos de acuerdo. Yo prefiero experimentar. Percibir. Mi amiga me hizo sonreír aquel día. Coincidimos en muchas cuestiones. Ella me explicó que todo es mucho más sencillo de lo que nos imaginamos, pero los humanos, en nuestra tendencia a complicar lo elemental y mirar exclusivamente con los ojos, entendemos muy pocas cosas. Aunque, incluso siendo así, somos unos seres increíbles. Me contó que las cosas hay que sentirlas para comprenderlas. Por eso la intuición es nuestra mejor herramienta. También me dijo que muchas


personas piensan que cuando llueve sólo te mojas y que los sueños son para los que están durmiendo. Que las diferencias separan y que los extremos no se tocan. Ella lo puso en duda. Pero no dudó al decirme que la música se escucha con el corazón, que la vida es una aventura en la cual no dejamos de aprender, que la amistad es hermosa, que el amor está en todo y en todos... Afirmó que los árboles bailan, que el viento habla, que la tierra es sabia y que todos formamos parte de lo mismo. Me dijo que lo bueno y lo malo no existe realmente, que son diferentes maneras de experimentar algo que es necesario para nosotros. Por eso me pidió que te contara lo que aprendió, porque algunas historias merecen ser conocidas. Porque los humanos debemos saber que el secreto de la vida está en observar y transformar todo en amor. Me dijo que te hablara sobre nuestra amistad y su aventura, para que la próxima vez que contemples la magia de la vida, comprendas.


Tal vez algún día te encuentres con ella. De la misma manera que me pasó a mí. Quién sabe. Por cierto, disculpa mi mala educación. No me presenté. Me llamo Abhuta y te voy a escribir este relato para que descubras las cosas que me contó mi amiga Piittel.


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Érase una vez, hace mucho tiempo, una joven isla aventurera que arribó a su destino: se enamoró de un apuesto río. Decidió fondear hasta el fin de sus días en aquel lugar, en ese encuentro con el mar, para vivir la experiencia del amor. El río le correspondió desde el primer momento. Abrazó a esa isla de muchas colinas con intensidad, cuidándola incondicionalmente. Todavía, después de tanto tiempo, siguen unidos. Y lo seguirán estando por mucho tiempo. Hay algo de erosión, pero a ninguno de los dos le molesta. Se aman. A esta sencilla historia de amor los humanos le pusimos un nombre, como es habitual. Bienvenidos a la isla de Manhattan. Ese es el nombre que le dimos las personas.


Bienvenidos a esta red de avenidas rellenas de cemento. Rascacielos como montañas. Mareas de vehículos que suben y bajan por los canales como si fueran peces de colores. ¡A los amarillos les apasiona este lugar! Todos ellos nadan al ritmo que marcan los semáforos. ¡Cómo mandan esas luces! ¡Se parecen a un señor que sale con frecuencia por la televisión! Desde esta isla nacen unos hermosos puentes. Son como amarras que la atan con una hermana aún más grande, formando la ciudad de Nueva York. Por debajo de la superficie, unas galerías agujerean las entrañas de esta gran urbe. Parece que una inmensa familia de topos se hubiera hecho con este pedazo de tierra. A lo largo de esos túneles, unos enormes trenes atraviesan la ciudad. ¡Pueden transportar miles y miles de personas al día! Son como senderos de hormigas, moviéndose ordenadamente uno detrás de otro.


Cuando los humanos queremos, somos muy organizados, sobre todo cuando imitamos a la naturaleza. Por cierto, esos vagones no sólo transportan personas. También están llenos de historias y sueños. Esta mezcla se distribuye por toda la ciudad con un orden muy extraño, pero a la vez lógico, dándole un carácter único a la misma. Las personas inundan Nueva York. Es una ciudad tan poblada como diversa. Hay millones de rutinas diarias, más de mil ciento once maneras de caminar por la calle o cruzar sus avenidas, cientos de disfraces diferentes para poder camuflarse en sus innumerables ambientes, unas cuatrocientas treinta formas de decir te quiero y muchas más de percibir lo que nos rodea. Hay cientos y cientos de maneras de ganar dinero, robarlo, perderlo, donarlo, gastarlo y más aún de derrocharlo. Por no hablar de las creencias, estilos, costumbres, principios y parafernalias que llenarían las bodegas de


numerosos barcos, rumbo a cualquier puerto del planeta. Así de variada es la fauna vecinal. Tengo mucha suerte de vivir aquí, porque esta diversidad me da la oportunidad de aprender cosas nuevas todos los días. Cada persona ve la vida de una manera diferente, en un reflejo de su yo más íntimo. Eso me permite tener diferentes puntos de vista de una situación y educarme cada vez que comparto con alguien. Por eso Nueva York es un excelente teatro para ver cómo una misma realidad puede hacer reír a uno o despertar una profunda tristeza en otro. Una de las cosas que nos unen en este revoltijo humano es que continuamente nos miramos los unos a los otros. Es difícil no hacerlo, ya sea por jugueteo, aburrimiento, fisgoneo o por lo apretados que estamos. Algunas de estas personas son especialistas en compararse con el resto, pensando que son más importantes o hermosas. Otras prefieren envidiar, soñando con poseer lo que lleva el otro. Creo que por eso no consiguen contentarse con lo que está al alcance de todos. Nos observamos, catalogamos y


clasificamos. Pero al final, esa gran nube de pensamiento humano que cubre a diario la ciudad, se traduce, desde la distancia, en que nuestras elecciones son sólo miles y miles de opciones diferentes para experimentar eso que llaman vida. Por muy diferentes que parezcamos, todos estamos haciendo lo mismo. Exactamente lo mismo. Eso lo saben los Piittels. Acerca de las historias, aquí las hay de casi todas las especies y subespecies descubiertas hasta la fecha. Se pueden encontrar silenciosas, eruditas, rancias, golosas, innombrables, olvidadas, pacíficas, increíbles, ñoñas, obesas, locas… existen incluso de esas que acaban y de las que no lo hacen nunca. Forman el currículo vitae de sus habitantes. Se clasifican entre las que ya sucedieron, las que están por acontecer y las que esperan con paciencia su turno. Esta ciudad también está llena de sueños. Y la mayoría son huérfanos. Lo juro. A cualquier


coleccionista empedernido le encantaría poder adoptar a todos los que pululan perdidos por esta enorme madriguera humana. ¡Menudo repertorio! Dicen los que saben que en Nueva York hay más sueños que habitantes. Cuando camines estas calles, si observas con atención, verás como muchos de ellos están escondidos sigilosamente detrás de la siguiente esquina, esperando sorprender al incauto que les dedique una sonrisa. Sólo así se pueden transformar en realidad. Y a veces pasa. Algunas personas encontraron su sueño dormido bajo una de las incontables bolsas de basura. De esas que cada noche florecen en las aceras. Pero no es lo habitual, porque no todo el mundo sabe sonreír a los sueños. Ni siquiera les prestan atención, aunque estén pegando alaridos o brincando a su alrededor. Es normal, porque si fuera tan fácil todos ellos dejarían de ser sueños al instante. Se extinguirían, como le sucede a otras especies de nuestro planeta. A mí me gustan los sueños.


Creo que a mis padres también. Por esa razón, al igual que otras muchas personas, dejaron atrás lo que no eran para venir a vivir a esta ciudad. Ese cóctel de soñadores ayuda a que en estas calles se puedan escuchar muchos idiomas diferentes. Yo sólo hablo dos, pero puedo conversar con mucha gente. Y hace poco aprendí a comunicarme con los Piittels. No es tan difícil. Ella afirma que es la forma más sencilla de cuantas hay, incluso más que un lenguaje de signos que a veces usan los conductores apurados en Nueva York. Comunicarse con los Piittels es algo tan simple como escuchar una cosa a la que nosotros llamamos naturaleza. Sentir el mismísimo eco de la vida. No se usa ni la boca ni los oídos, se debe usar el corazón. Y a eso no estamos acostumbrados. Dicen que la naturaleza está por todo, pero que en Central Park esa hermosa y eterna señora vive más cómoda. Por eso la mayoría de los Piittels de Nueva York viven allí. Hay una buena colonia de


ellos en Prospect Park y otros muchos lugares de la ciudad, pero no son tan numerosos. Por si no conoces Nueva York, Central Park es un pedacito de bosque dentro de esta jungla urbana. Me contaron que los Piittels, hace muchos años, pensaron en mudarse a otro lugar porque empezaron a asfixiarse con nuestra presencia. Menos mal que uno de ellos sonrió a uno de esos tantos sueños y cambió el rumbo de la ciudad: decidieron quedarse para ayudarnos. Fuimos muy afortunados. En breve te contaré más sobre los Piittels, que todavía quiero explicarte unas cuantas cosas más sobre este lugar. Una de mis actividades favoritas es darle las buenas noches a nuestro sol. A mí me gusta hacerlo desde un banquito del South Cove Park. Es un lugar formidable para disfrutar de su ritual. Primero elige el lugar donde va a acostarse, porque no siempre duerme en el mismo sitio. Mis abuelos son muy inteligentes y hacen lo mismo que nuestro sol: en invierno duermen más al sur y en verano duermen aquí cerca. Después, el sol avisa a la noche para que despierte. Lo hace


pintando el cielo con sus inconfundibles colores y tonalidades infinitas, aunque prefiere los rojos, naranjas y violetas. Será eso de la calidez. Tarde tras tarde, este viejo vecino consigue que la noche no se pueda resistir y salga perezosamente de su cama para contemplar esos majestuosos cuadros. Hermoso museo es nuestro cielo. Dicen que los colores que elige el sol cada atardecer dependen de unas longitudes de onda y la atmósfera y cosas de esas que cuentan los científicos. Pero mejor pregúntale a tus amigos, seguro que te lo pueden explicar mejor que yo. Por último, el sol se va a dormir tras los edificios de Nueva Jersey. Al otro lado del río. Por la noche casi nada duerme en esta ciudad, ni siquiera el ruido. Las luces tampoco descansan. Por eso los pájaros, engañados como televidentes, trinan toda la noche. Dicen que con tanta luz es muy difícil ver las estrellas que nos decoran el cielo. Esas que se colocan noche tras noche en su sitio. Son muy disciplinadas. Mucho más que los humanos. Un amigo me dijo que a veces las estrellas se mudan a otro lugar, porque


ya no les gusta más su parcela o se pelearon con una estrella vecina. Entonces se mueven con rapidez para que nadie en el vecindario les diga que regresen a donde estaban. Yo creo que se refiere a las estrellas fugaces, que son otra cosa. En Nueva York también hay muchas estrellas de carne y hueso andando por ahí. Esas no me gustan tanto, porque no brillan con luz propia. Para acabar con esta pequeña presentación, te voy a contar lo que menos me gusta de mi ciudad: unos peces gordos, cuyos nombres desconozco, que se comen a los pequeños. ¡Son unos tragaldabas, jamás se les quita el hambre! Así es, más o menos, Nueva York.


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Viven con nosotros en esta ciudad. Miles de Piittels. Llevamos siglos y siglos conviviendo en este planeta con ellos. ¿Te lo puedes creer? Después de conocerla fui a la biblioteca y busqué por muchísimas páginas electrónicas y no pocas de papel. No son nombrados ni con letra pequeña. Parece que no existen. Imagínate la extraña mirada con la que me obsequiaban todos aquellos a los que les hablaba de mi nueva amiga. ¿Cómo puede ser que unas criaturas tan maravillosas no sean conocidas por todos? A veces pasan cosas así. A pesar de ello, sé que no soy la primera persona que habla con un Piittel. Antiguamente, cuando vivíamos en armonía con la naturaleza, se llevaban muy bien con nosotros. Luego, poco a poco, los humanos dejamos de hablarles porque, por lo visto, nos empezamos a preocupar por otras cosas. ¿Qué debe ser eso tan importante que ocupa nuestras mentes?


Los Piittels, como ya puedes intuir, son unas criaturas muy interesantes. Tienen una elevada fuerza de cohesión, son disolvente universal, tienen una alta capacidad calorífica… ¿te suenan todas estas propiedades? ¡Hay que agitar esa memoria oxidada! Sí, son unos seres muy parecidos al agua. Podría estar escribiendo meses y meses sobre esta molécula, no sólo por la cantidad de maravillosas propiedades que tiene el agua y lo importante que es para la vida, sino también porque escribo muy despacito. De todas maneras, creo que estás leyendo estas líneas porque quieres saber más sobre los Piittels… ¿o no es así? A simple vista, una gota de agua y un Piittel son muy difíciles de distinguir. Por eso, al mismo tiempo que te cuento como son, compartiré contigo unos cuantos trucos para reconocerlos. Así te será más fácil encontrarte con uno.


Intenta dar un susto a una gota de agua, de la peor manera que se te ocurra. Un Piittel cuando tiene miedo se encoge por instinto. El agua se queda quieta. No porque sea más valiente que un Piittel, sino porque el agua es incompresible, que no es lo mismo que incomprensible. Eso último ya es una característica más humana. Los Piittels jamás pueden congelarse, aun mandándolos en una nave espacial a Plutón. Tal vez por eso nunca pasan ni frío ni calor. Tampoco se resfrían, ni siquiera en el más riguroso de los inviernos. ¡Tienen una salud de hierro! Por eso, una muy buena ocasión para descubrir a un Piittel, es saliendo a pasear en un día muy frío. Si ves un grupo de gotas de agua sin congelar, cuando la temperatura de uno de esos aparatos que la miden está por debajo de cero grados Celsius, seguro que es un grupito de estos apasionantes seres. Aunque ahora que pienso, creo que muchas personas, sin saberlo, ya han visto un Piittel. La próxima vez que llueva presta mucha atención. Cuando veas una gota de agua que se deslice muy


rápido por un cristal, ya sea de tu casa o de un coche, no dudes de que se trata de uno de ellos. No sé porqué, pero les fascina hacer eso. Debe estar en su naturaleza. Y aunque no tienen piernas, te aseguro que son más veloces que el parpadeo de una orca. Los Piittels siguen una dieta muy sana, no como nosotros, que muchas veces tragamos pensando más en el sabor o el dinero que en nuestra salud. En eso también podríamos tomar ejemplo. A ellos sólo les hace falta agua. ¿No era difícil de imaginar, no? Estos pequeños seres incluso pueden alimentarse del vapor de agua de la atmósfera, por eso pueden vivir con comodidad en prácticamente cualquier lugar de la tierra. Su dieta sencilla les ayuda a conectarse la naturaleza. Ellos lo describen como una unión con el todo. Aprenden a hacerlo de manera casi instintiva, ya que esa conexión es una de las herramientas que usan para desempeñar su trabajo en este planeta. Dicen que los humanos también tenemos esa habilidad, pero todavía no hemos aprendido bien a utilizarla.


Y hablando de trabajo… ¿qué función piensas que tienen en la naturaleza? Por ejemplo, las plantas hacen bonito, dan oxígeno y alimentan a otros seres vivos. Igual que el fitoplancton en el mar, que además puede adornar con luz el océano. Las lombrices airean los suelos, reciclando sus nutrientes. Las abejas, no sé cómo lo hacen, pero gracias a ellas miles de especies del mundo vegetal se pueden reproducir. Además bailan muy bien. Nosotros... ¿Para qué serviremos nosotros? ¿Cuál será nuestra función? Tendré que preguntárselo a alguien que sepa de estas cosas. Los Piittels son los encargados de cuidar la naturaleza. Esa es su función en este planeta. Para ello tienen que aprender muchas cosas, porque cuando los Piittels son jóvenes hacen poco más que jugar, dejar unos charquitos detrás de ellos y no entender nada. A medida que se van haciendo mayores y van teniendo diferentes enseñanzas, entienden mejor todos los fenómenos que ocurren en la Tierra y pueden ser más eficaces en su trabajo.


Son los mecánicos de nuestro planeta. A la naturaleza la cuidan de muchas maneras diferentes. Cada Piittel se especializa en una tarea diferente. Existen los Piittels regadores, los protectores, los transformadores… Todos contribuyen según sus capacidades, en un gran equipo, por lo que cualquiera de ellos resulta igual de importante para su cuidado. Existe un grupo de Piittels muy respetados. Son los más ancianos de toda la comunidad y poseen una sabiduría que les permite dar consejos a todos los seres vivos. Ellos se encargan de ayudar a esa parte de la naturaleza que no es feliz con lo que le ha tocado ser. Cuando esto sucede, tienen que actuar como maestros, explicando a todas esas criaturas su función y lo importantes que son para el resto. Una vez que comprenden quienes son, la ignorancia huye amedrentada y todo es mucho más sencillo. Después de su ayuda, cualquier cactus está encantado con su temeroso aspecto, no hay ave con vértigo, ni hormiga perezosa. De todas maneras, casi siempre a la naturaleza le gusta dónde y cómo está… ¿O acaso


conoces a algún pez que no le guste el agua? Yo no. Los humanos somos un poco más enmarañados. Ya sea por desconocimiento o porque nos aburrimos. Por cierto, no te olvides que nosotros estamos incluidos en la palabra naturaleza. También cuidan a las personas. Y dicen que les damos mucho, mucho y mucho trabajo. Algunos Piittels se esconden en nuestros oídos, para ayudarnos en nuestras dificultades. Por las noches se comunican con nosotros a través de los sueños. ¡Y si los mensajes son desagradables toman forma de pesadillas! Son algo así como la voz de nuestra conciencia, pero en forma de gotita de agua. De la misma manera, también ayudan a algunos alumnos en los exámenes, pero sólo cuando estos se han esforzado mucho. ¿Nunca recordaste la respuesta a alguna pregunta y no sabes de dónde te vino la inspiración? Cosa de Piittels, seguro.


Hay otros que son especialistas en limpiar nuestros malos sentimientos. Cuesta de creer, pero te aseguro que su trabajo en la naturaleza es ese. Somos muy afortunados de recibir su ayuda, porque en algunos lugares, si no fuera por ellos, sería imposible vivir. A menudo, cuando pasan cosas muy feas, se empachan de esas malas energías. Cuando eso sucede, y como resultado de esa limpieza, sueltan oxígeno mientras duermen. Creo que lo hacen de una manera similar al proceso fotosintético de las plantas. Pero sin clorofila. Ellos no duermen mucho tiempo. Con el ciclo de una marea en latitudes medias, como ellos dicen, les basta. Sería así como unas 6 horas y 12 minutos, según nuestros relojes. Cuando transforman esos malos sentimientos expulsan oxígeno, emitiendo un tremendo ruido, como si de un pedo de hipopótamo se tratara. En serio. Parece increíble con lo pequeños que son. La próxima vez que me acusen de ser un cochino diré que no he sido yo, que fue un Piittel haciendo la siesta. Ellos aseguran que sus gases no huelen mal, pero… ¡Qué


van a decir, si ni siquiera tienen sentido del olfato! A mí me gusta pasear por el Central Park. Quizás sea por esos Piittels que nos limpian los malos sentimientos. La mayoría de veces arrastramos esas negatividades sin darnos cuenta. Porque hasta para eso somos buenos copiones los humanos, hasta para sentir cosas malas. Basta que veamos a alguien enfadado con nosotros para que hagamos lo mismo. Creo que nuestros malos sentimientos son reacciones aprendidas. Que actuamos así porque nos han enseñado a hacerlo de esa manera... ¡Y como todo el mundo hace lo mismo pensamos que es normal! Yo, desde que empecé a dejar de darle la culpa a otros, estoy más tranquilo. Procuro comprender a ese que está haciendo algo mal, porque casi siempre es víctima de la ignorancia. Estoy aprendiendo a que debo cambiar yo antes de intentar cambiar a los demás. También estoy aprovechando todos los problemas como oportunidades para observar mis reacciones y conocerme un poco mejor. Por eso me estoy


enfadando mucho menos. Y los Piittels lo agradecen, porque siempre están muy atareados. Conocerse a uno mismo es el reto más complicado pero gratificante con el que una persona puede enfrentarse. ¿No te parece? Viven muchos años. Más que las rocas. Algunos incluso viven más tiempo que las montañas. Pero últimamente se ponen muy enfermos. Tan enfermos que no pueden realizar su trabajo. Eso es debido a que los Piittels son muy sensibles a todas estas reformas que estamos haciendo en nuestra casa, en este planeta. Muchos otros pobladores dicen que tenemos un pésimo gusto. Tal vez tengan razón. Somos especialistas en sacar las cosas de un sitio, mezclarlas de manera extraña y acumularlas en un lugar distinto. Algunos le llaman progreso y desarrollo. Otros, contaminación. Los hay incluso que hablan de destrucción del planeta. Yo no lo tengo muy claro. Pero lo único seguro es que la única gran


beneficiada en este asunto es nuestra comodidad, porque ni siquiera hacemos todos estos cambios por una cuestión de supervivencia. En eso sí que somos únicos los humanos. Justamente eso fue lo que llevo a mi amiga Piittel a vivir la extraordinaria aventura que luego te contaré. El carácter de los Piittels varía, al igual que en las personas. Hay optimistas, reservados, traviesos, gruñones, miedosos, tranquilos, glotones, aventureros y cientos de adjetivos más. Te recomiendo buscar en un diccionario si quieres saber todas las clases de Piittels que existen. Aunque mis preferidos son los jóvenes traviesos. Me lo paso muy bien con ellos. Estos Piittels se pasan el día jugando. ¿Nunca os cayó una gota de agua fría en la nuca? Esa es una de sus actividades favoritas. Hacen competiciones, como si de una olimpiada de salto de trampolín se tratara. Se lanzan desde cualquier gárgola de la ciudad hacia el diminuto


espacio que dejamos entre nuestra ropa y el cuello. El ganador es el Piittel que provoque la cara más divertida entre todos los peatones. A estos también les encanta tratar de salir en las fotos que hacen los turistas. Emborronándolas, por supuesto. O molestan a los señores que limpian cristales en los rascacielos, los cuales maldicen a esa pequeña gota de agua que impide la perfección de su obra. Les entiendo, porque toda situación requiere lo mejor de uno mismo. A veces se juntan cientos de ellos para formar el charco que tú o yo pisaremos más tarde. Siempre en el lugar más inoportuno, siempre en el lugar que pisamos todos. Son masquelististísimos. Cuando hace mucho sol y calor les gusta obstruir las tuberías de agua, haciendo tapones de Piittels, para que no nos podamos duchar. En cambio, los días fríos y lluviosos, aprovechan para dejarse caer por cientos sobre los abrigos que pasean por estas calles, empapándolos con sus risas.


Cuando se juntan los suficientes, cosa que es habitual, se ponen de acuerdo y forman una extraña lluvia hacia arriba. Hace sólo un par de semanas consiguieron engañar al todavía vigente campeón estatal de escépticos. ¡Tendríais que haber visto su cara! Todavía resuenan las carcajadas de esos pequeños granujas por las calles del downtown. Te voy a contar una última cosa sobre ellos, porque no te quiero descubrir todos sus secretos antes de que los conozcas. Aman la nieve. Todos los Piittels salen a celebrar la magia de una nevada. Saltan con estilo de copo en copo, acompasando ese instante con unas coreografías únicas en la naturaleza. Sus bailes han inspirado a más de un artista local. No tengas la menor duda. Sino pregúntaselo a alguno de los grandes músicos que han salido de estas calles.


La música de la vida acompaña a los Piittels en todo momento. Llegó la hora de retirarme. La cama lleva esperándome un buen rato. Para dormir ellos prefieren descansar sobre el río, respirando Nueva York. Y aunque no se les vea, se les intuye, como a las aventuras y los sueños que nos esperan a todos.


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Algunos seres vienen al mundo empujados por sus madres, porque son tan tiernos y perezosos que jamás saldrían de esa paz maternal. Otros lo hacen con un poco de ejercicio, rompiendo esa barrera cálcica que los rodea. También los hay que son tan tímidos que prefieren disfrazarse de semilla, esperando a que la tierra les obligue a brotar. Muchos se dividen, se multiplican o se unen… Y los hay que simplemente llegan. Así fue, durante una llovizna nocturna, como Piittel llegó a Manhattan. En un discreto caer desde una amable y arrugada nube. Puro algodón sureño. Bienvenida Piittel.


Ninguna persona sabe a ciencia cierta de dónde o cómo nace un nuevo Piittel. Nadie entiende ese milagro que hace que otra fantástica criatura tenga cabida en este planeta. Salvo ellos, que también conocen cuántos y quiénes son necesarios aquí. Pero eso no lo saben los Piittels recién llegados, porque descubrir su función forma parte de su aprendizaje. En sus inicios, mi amiga hacía las dos cosas que más les gusta hacer a los Piittelcitos: llorar y no enterarse de nada. Parecía que no quería estar en nuestro planeta. Durante mucho tiempo, sólo estuvo asomándose a la calle con sus diminutos ojos. Atemorizada. Siempre desde la copa del árbol más grande de Central Park. Porque, justo allí, quiso la naturaleza que fuera el lugar donde empezara su historia. Desde esa azotea natural, su escondite privado, observaba la vida sin participar en ella. Al principio se sentía como si estuviera dentro de una pequeña embarcación a la deriva, aguantando las sacudidas de la ciudad. No se atrevía a formar parte de todo ese movimiento al cual no


le encontraba el sentido. Pero poco a poco, prestando atención a todo lo que sucedía, dentro y fuera de ella, se fue acostumbrando a su nueva vida. Gracias a esa capacidad innata de observación, pronto aprendió a disfrutar de las cosas más sencillas. Contemplaba como el sol y la luna se turnaban para acompañarla siempre. De día, muy a menudo, miraba como las nubes salían a jugar por la inmensidad del cielo y como el viento las ordenaba en ese espacio azul. Miraba sus diferentes formas, despertando en ella una imaginación sin límites. El viento le despertaba mucha admiración, no sólo porque era la cosa más inquieta que había conocido, sino por la dedicación que le ponía a su trabajo. Daba igual si se trataba de empujar a las nubes más rezagadas o de limpiar a un árbol de sus hojas más antiguas. A todo le ponía amor. Por


eso, cuando creció un poco, se hizo muy buena amiga de este pastor del cielo. Aprendió a escuchar las cosas que le susurraba al oído cada vez que pasaba por su árbol. No había día en el que no le contara curiosidades sobre nuestro planeta y sus pobladores. El viento nos conoce muy bien. ¿Puedes imaginarte la cantidad de lugares y seres que ha visitado desde que nació? Yo creo que Piittel no podría haber tenido mejor maestro. Más adelante se hizo buena amiga de la lluvia y de las estrellas, de las cuales también aprendió muchas cosas. Pero eso ya te lo contará ella cuando os encontréis. Los Piittels, en general, tienen muy buena vista. Así que desde allí también nos descubrió a nosotros, con nuestras características dos patas y nuestra cabeza girando hacia todos los lados. Nos observó con interés desde muy temprano, por nuestras diferencias con el resto de seres vivos. Se dio cuenta de nuestra afición a querer


controlarlo todo, aunque respiró aliviada al ver que no podíamos someter a sus amigos. Lo que más le sorprendió al principio fue el humo repugnante de nuestros autos, las asquerosidades con las que nos alimentamos y los sonidos tan variopintos que sacamos por nuestras bocas. Por no hablar de la curiosidad que le despertaba el ver cómo nos disfrazamos cada día para salir a la calle, porque a través de las ventanas de nuestras casas podía vernos tal y como somos. Una tarde de otoño, se conmovió al descubrir que a veces podemos sacar cosas como ella de nuestros ojos, incluso tan solo con ponernos enfrente de un televisor. Aquel día entendió la importancia de nuestras emociones. No sé si fueron nuestros extraños hábitos o el simple contacto diario lo que provocó que nos


agarrara un cariño especial, consiguiendo aceptar nuestras torpes manías. Yo me alegro de eso. Piittel veía muchísimas cosas, pero nunca bajaba de su árbol para sentirlas. ¿Te imaginas el motivo? Los miedos. La atacaban los universalmente conocidos, inigualables e infatigables miedos. En aquel entonces, sabía muy poco de la vida. Lo entiendo. Los Piittels no tienen una mamá y un papá que les dicen lo que tienen que hacer o lo que no. Por eso no son tan copiones como nosotros. Los miedos son muy astutos. Atacan a todos los seres, aprovechando los momentos en los que están más vulnerables. Basta con sentirse fuerte y confiado para que salgan huyendo hacia lugares donde haya víctimas más débiles. Yo creo que, en


el fondo, son muy cobardes. A mí me gusta espantar a mis miedos poniéndoles mi cara especial para asustar a los que asustan. Te aseguro que funciona. Desaparecen instantáneamente, casi tan rápido como algunas personas cuando se les exige responsabilidades. A mi pobre amiga la solían acorralar, sobre todo cuando llegaba la noche. Se abalanzaban sobre ella, como una jauría de hienas hambrientas alrededor de una presa solitaria, aprovechándose de su indefensión. Había ocasiones en las que de su imaginación brotaban miles de fantasías con final horroroso, como que se la comiera una estrella voraz o que todo el ruido de la ciudad la fuera a visitar. Con el tiempo, empezó a darse cuenta del significado que tenían esos miedos: eran las llaves para abrir puertas que hasta ese momento le habían permanecido invisibles. Descubrió que sus miedos no eran más que retos y desafíos disfrazados de criaturas


espeluznantes. Por eso comenzó a hacerse amiga de ellos, abrazándolos con confianza y valor para así poder asustarlos. Y sucedió. Un muy buen día sintió que ya no podía dejar que su imaginación controlara su vida. Asustó a esos miedos de verdad y los desterró para siempre. Bajó del árbol para hacer todo lo que los Piittels de su edad hacen por instinto: seguir aprendiendo. Estaba ansiosa por descubrir y conocer toda la amplitud de su hogar, así que no tardó nada en subirse a una bicicleta que iba hacia el sur. No imaginó mejor manera para explorar su pequeño universo. Enseguida la cautivó el pedaleo limpio y continuado de esa hermosa joven. Parecía que se había criado rodeada de bicicletas. Le gustaba su alegría, la agilidad con la que sorteaba los obstáculos, los lugares en los que descansaba y


las sonrisas honestas que dedicaba a todos los gruñones que la increpaban. Así que decidió quedarse con ella durante un tiempo. En su compañía conoció todas las esquinas, socavones, lugares para atar bicicletas y demás sorpresas que tiene esta ciudad. Podría afirmar, sin mentir, que nuestra amiga conoce mejor Manhattan que la suma de un policía y cinco cocineros juntos. Pero no sólo aprendió sobre sus calles. Desde su cotidiano paseo en bicicleta, también fue descubriendo los diferentes habitantes de esta ciudad, a los que saludaba con afecto a su paso. Crecieron nuevas amistades y siguió disfrutando de aquellas que nacieron en su querido árbol. Solía sonreír a su amigo el viento, animándole a que se pusiera a favor para poder ser empujadas. Le susurraba con cautela a la lluvia que se retrasase un poquito, para que


aquella elegante ciclista no llegara empapada a casa. Y algunas noches le pedía a las estrellas que iluminaran su camino con amor, sobre todo cuando pedaleaba por las calles más oscuras. También se conectaba con esos numerosos Piittels traviesos para que limpiaran su camino, asegurándose de que nunca pinchara una de sus ruedas. Claro que sí. Conoció a muchos, muchos, muchos otros Piittels en sus paseos. Y sí. No me lo preguntes porque ya sabes la respuesta. Se unía a esos bribones para hacer fechorías por la ciudad. Pero eso no me lo quiso explicar bien. ¡Imagínate desastres! Piittel estaba enamorada de Nueva York.


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Yo diría que su aventura oceánica empezó aquella tarde. Las piernas y los pulmones de la bicicleta naranja, como tantas otras veces, hicieron un alto en Battery Park. Mientras la bicicleta reposaba su oxidada estructura y dejaba enfriar sus neumáticos, unos preciosos ojos devoraban un libro, bien ajenos a todo lo demás. ¡Qué bello es leer! Podría haber sido una tarde más para la joven Piittel. Una de esas en las cuales hacía alguna travesura, jugueteaba con el río Hudson o fluía con él. ¿Fue así? En uno de sus clásicos saltos anfibios llegó al borde del río, para poder sentirlo desde cerca.


Tan pronto como aterrizó del vuelo, su espíritu revoltoso enmudeció. Comenzó a respirar una sensación que, aunque novedosa, le resultaba algo familiar. Cerró los ojos para poder sumergirse mejor en ese maravilloso momento. Su instinto ya sabía lo que estaba sintiendo, porque no podía ser otra cosa. Es eso que experimentamos todos, absolutamente todos, los seres que habitamos en este planeta. Aunque sólo sea durante un parpadeo, una ráfaga de aire o un suspiro de inmensidad. Y ella lo sintió por primera vez aquella tarde. No sabía de dónde venía ese sentir. ¿Qué cosa le podía despertar eso tan hermoso? No se preocupó. Continuó con sus ojitos cerrados, disfrutando de eso que cada vez se hacía más presente en su gota. Hasta que en un momento, esa sensación se hizo tan intensa que se desbordó. La curiosidad e impaciencia por descubrir quién le había


propinado esa bofetada de amor vencieron en ese particular combate. Abrió los ojos. Allí estaba. Era la criatura más maravillosa que su joven corazón jamás había visto. Navegaba río abajo sobre una cáscara de avellana, sin temor alguno. Un diminuto mástil de palo y un pétalo de rosa, haciendo las funciones de vela, completaban esa atrevida aventura. Con tal ingenioso artefacto, no había tormenta capaz de desviar a ese joven y apuesto marino de mirada fija en el horizonte. No, un momento. Lo último no fue del todo así. La mirada la desvió tan rápido como sintió la presencia de nuestra Piittel. Porque ambos experimentaron lo mismo. ¿Otra de esas casualidades no casuales? Caprichos o fantasías del azar, quiso el universo que esas criaturas se encontraran en aquel lugar y en aquel momento de su existencia.


Y aconteció: sus miradas se cruzaron. Y todo se detuvo. Todo… … … y la vida volvió a latir. Piittel, sin pensárselo, se lanzó a la aventura de lo desconocido. Sintió que debía acompañar a ese intrépido capitán al lugar que fuera. Daba igual. Esa pareja de Piittels inició así su viaje, poniendo rumbo hacia la incertidumbre. Ninguno de los dos, en ese momento, se hubiera podido imaginar la sorpresa que se les acercaba con determinación. El futuro casi nunca es idéntico al que uno se imagina. Todo lo contrario. Por eso siempre digo que más vale estar en el presente que perdiéndonos por los laberintos de lo que todavía no ha sucedido.


Siguieron en la libertad de esa embarcación, por muchos días, disfrutando en silencio de su sereno paso. El océano los acompañaba. Respiraban paz. En un balanceo cualquiera, no más especial que otros, su compañero le comunicó un sabio consejo. Ella jamás lo olvidaría. — Ante cualquier dificultad, lo único que tienes que hacer es conectarte. Ese experimentado marino tenía una de las intuiciones más refinadas de toda la comunidad Piittel. A la mañana siguiente se estaban despertando entre incómodos empujones. Aquella no fue una tormenta vulgar. Era, ni más ni menos, la mismísima princesa de los elementos en un enfado sin precedentes. Ni los más ancianos recordaban una naturaleza tan belicosa en aquella zona del mundo. El cielo, bien enojado, estuvo azotando a ese pequeño cascarón sin compasión, durante horas. Golpes y golpes de mar acurrucaban a esa decidida pareja en el fondo de


su nave, esperando con una sonrisa a que todo se calmase. Sabían ambos que frente a ese enfado su única estrategia era amarrarse al salvavidas de la paciencia. Se miraron a los ojos, sabiendo que ese iba a ser su único refugio durante aquel temporal. Las olas continuaron zarandeándolos... hasta que ambos se desmayaron. Nadie les avisó de que eso iba a suceder. Su obligado sueño les dejó indefensos ante tanta bravura. El mar nunca perdona. La siguiente ola terminó el trabajo encomendado por el destino y se encargó de separarlos. Él se quedó sobre la embarcación y ella desapareció en aquel hervidero de espuma, en un adiós anestesiado. Al poco tiempo, la ciudad de Nueva York se enteró del trágico suceso. Tan grande fue su pena que las luces, esas que nunca duermen, aquella noche se apagaron de pura tristeza.


Esa historia de amor era demasiado hermosa para un final tan cruel. ¿Por qué se desmayaron? contaminación. Una vez más.

Condenada


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— Niam, Niam, Niam… ¿Qué crees que puede ser este ruido? ¿Acaso no ha sido lo suficientemente feroz para despertar tu atención? Voy a intentarlo otra vez… — ¡¡¡¡¡Niaaaammmmnyaaam!!!!! ¿Qué tal ahora? Me resulta muy difícil reproducir con letras algo tan terrorífico e inquietante. Quizás sea porque hay cosas que no pueden ser descritas. Bueno, lo voy a intentar una última vez. Añadiré una pizca de glotonería y unas gotitas de pavor. — ¡¡¡¡¡¡¡¡¡NIAAMM, NIAM, NIAMNYAM!!!!!!!!! Mucho mejor, ¿no?


Piittel tardó en reaccionar lo mismo que tardas tú en leer esta palabra. Se encogió instintivamente para protegerse de esa amenaza mortal. Jamás, repito para los duros de oído o de vista, Piittel jamás había escuchado nada similar. — Niamnyamniamniamnyam… Abrió los ojos. Estaba sumergida en nieve. Desorientada. Se sentía lejos. Desconectada. ¿Dónde estaba? No tardó mucho en recordar lo que le había sucedido: su compañero, el paseo, la tormenta… y ese veneno que hizo que perdiera el conocimiento. En ese momento, cegada por su desdicha, maldijo a los humanos por contaminar la naturaleza. Le habían arrebatado aquello que más disfrutaba. Poco a poco se fue llenando de una sensación que no le permitía ser ella. Recordó, en un intento de recuperar su espíritu, el consejo del que hasta la fecha había sido su inseparable compañero. Si había una situación que requería conexión, era aquella. Piittel lo probó. No lo consiguió. Siguió


intentándolo e intentándolo. Algo más que muchas veces. No podía. Le resultó imposible. Su rencor no se lo permitía. Sola, perdida y con un misterioso peligro acechándola. ¿Podía empeorar la situación? Claro que sí. — Niamniammmmmmmmnyam… Debía regresar a casa. — Niamniam… Los Piittels se autodefinen como unos seres valientes. Ellos afirman que si buscas la palabra valiente en el cielo, verás pasar un Piittel. Yo, escribiendo con sinceridad, creo que exageran. Pero esa gran y dudosa fama que les precede hizo justicia aquel día, porque a pesar de esa amenaza,


Piittel empezó a nadar, sin titubear, hasta la superficie de ese mar de nieve. Lo hizo tan rápido y confiada que hasta sus miedos se quedaron rezagados… — ¡¡¡¡¡¡¡¡NIAMNIAMNIAMNYAM!!!!!!!! … una cordillera de feroces colmillos les ayudaron a recuperar el terreno perdido. Piittel se quedó paralizada, a menos de un millón de piittardos. Por si no estás familiarizado con esta escala de medida, eso viene a ser, más o menos, una tercera parte de poquísimo. Estaba tan cerca que, sin tener olfato, pudo olerle el aliento. Todos sabemos que en este tipo de situaciones se impone la lógica del instinto natural que todos, de alguna u otra manera, llevamos dentro: brincó para alejarse. Cualquier potro de novecientos ochenta y seis días de edad hubiera envidiado esa capacidad de reacción. Suerte que los Piittels siempre han sido más rápidos que valientes. — ¡¡¡¡¡¡¡¡NIAAAAAAAMMMM!!!!!!!!!!


Ya a billones de piittardos de distancia, se giró para ver si esa cosa la había mordido ya. Respiró aliviada. Ella no era la víctima. — ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡NIIIIIIIIIIIIIIAM!!!!!!!!!! Tremenda criatura. Mantenía una desgarradora lucha contra el más peligroso de los enemigos: un adversario invisible. Durante muchísimo tiempo, unos cuantos minutos, ese ser redondo como la pelota del deporte más popular del mundo, siguió mordiendo, gruñendo y agitando sus brazos con violencia. Aunque lo hacía de una manera más bien torpe, como ese profesor de natación que no sabe nadar. Mientras tanto, Piittel se fue tranquilizando. Se sintió a salvo. Tomó un respiro de observación a su alrededor y pudo ver donde estaba. Creo que a mi me pasa como a ella. A veces estoy tan alterado que no me doy cuenta de nada.


Un azul infinito se extendía ante sus ojos. Mar. Seguía rodeada de mar. ¿Y no podía ser un lago? ¿Una pesadilla?... No. El mar es inconfundible. Esa extraña criatura y ella navegaban sobre una montaña de hielo. Miró al cielo y dejó que el aire limpio… — Niaaammm….grgrgr…mmmm….uuaaaaa… Acabó el combate. La preocupación de Piittel por saber si aquella bola era vencedora o vencida no le duró mucho. Se evaporó justo en el instante que aquella fiera le regaló su interés en forma de mirada alocada. La lógica no podía traicionar a Piittel en una situación tan comprometida. No tenía la menor duda de que ese ser era un peleón de primera categoría, un devorador de criaturas… o más peligroso aún si cabe: la evolución definitiva del depredador perfecto. Aquel bicho empezó a rodar hacia ella, despertándola de su embarullamiento de hipótesis y suposiciones fatalistas. No pensó tan


siquiera en escapar. En aquella trampa natural no tenía muchas más opciones que esperar hasta que la bola alcanzara su posición. La diferencia entre ella y cualquier otro en esta situación es que su valentía no la abandonó… del todo. Por eso es la heroína de nuestra historia, ¿no? — ¡No me devores, que soy muy indigesta! —gritó Piittel atemorizada. — Con esa actitud estoy casi seguro. Intenta relajarte por favor, así me resultarás más tierna y podré saborearte mejor —dijo la bola. Piittel pensó que por lo menos era un monstruo educado, ya que en ese tipo de situaciones, pocos pedirían las cosas por favor. — ¡Arrrggggggggggg! —gritaba ella, pensando que así, por lo menos, le resultaría un poco más desagradable como merienda. Su desesperada técnica le estaba dando buenos resultados.


— Siento informarte que en cuestiones de comida y de dunas nunca bromeo —respondió el monstruo adivinando las intenciones de Piittel. Acercó sus dientes hacia ella con una actitud amenazadora. — ¡Espera! ¡No soy lo que crees! —gritó Piittel en un último intento de burlar a su destino. ¿Y qué piensas que sucedió en aquel instante? ¿Crees que se la merendó? Pues claro que no. Esos bichos no comen nada. — Pensaba que los Piittels erais un poco más intrépidos —respondió la bola con una gran sonrisa—. Imagino que nunca habías conocido a uno de mi especie. Eres joven todavía y por eso no te puedo reprochar nada. Soy un Niamnyam y nosotros no necesitamos alimentarnos —afirmó ese ser.


— ¿Cómo sé que no me engañas? —preguntó Piittel con las típicas dudas provocadas por el miedo. — ¿Qué te dice tu instinto? —dijo Niamnyam. — Dice que tiene demasiado miedo para tomar una decisión. Me recomienda que escuche a mi inteligencia y que le haga caso a ella. — ¿Y qué dice tu inteligencia? —le preguntó Niamnyam riéndose. — Pues que el instinto se aprovecha de ella. Dice que en los momentos críticos le manda todo el trabajo. Que es injusto. Que va a presentar una queja formal al órgano correspondiente —le contestó Piittel con una leve sonrisa. — ¿Y qué más? —preguntó Niamnyam, sumergido ya en un mar de carcajadas.


— Que si me hubieras querido comer, ya lo hubieras hecho. ¡Que mi discurso no es tan interesante como para tenerte en ayunas! — respondió acompañando a esa bola en su risa. Todos los nervios de Piittel fueron desapareciendo a medida que fue avanzando la conversación. Poco a poco fue descubriendo el lado bonachón y amable de esa curiosa bola parlanchina llamada Niamnyam. Él era tres veces más grande que ella, pero Piittel hacía el triple de sus dientes, así que en tamaño no había claro vencedor. — ¿De qué estás hecho? —le preguntó Piittel, observándolo con curiosidad. — De arena del desierto. Vengo originariamente de un lugar conocido como Rub al-Jali. Es un pedazo muy hermoso del planeta. Allí los de mi especie podemos vivir muy tranquilos. ¿Has estado alguna vez en un desierto, joven viajera? —le preguntó Niamnyam.


— No. Es la primera vez que salgo de Nueva York —le respondió Piittel al instante, algo avergonzada por su inexperiencia— ¿Cómo es ese lugar? — Mi descripción no haría justicia. Creo que es imposible transmitir la belleza de su naturaleza. Hay que experimentarlo. Para mí es un paraíso de paz. Desgraciadamente, no paso todo lo que me gustaría en sus dunas, debido a mis obligaciones. Pero aprovecho cada vez que regreso para respirar su esencia. Allí me puedo conectar con inmediatez. — Pero aquí no hay arena por ningún lado… ¿Cómo llegaste hasta este lugar? —preguntó Piittel con interés. — Es una larga historia. Disfrutaré tanto de contártela como de escuchar las aventuras de una joven Piittel. Dudo de que tu recorrido sea menos interesante que el mío. Si tienes tiempo y ganas, claro.


— Tiempo y agua es lo único que nos sobra en este pequeño universo… ¡Y ganas nunca me faltan para compartir con seres que no me devoran! — respondió Piittel con una enorme sonrisa. — Muy bien. Todo empezó… Y continuaron durante horas. Intercambiando. Piittel le contó sobre sus vivencias en la ciudad de Nueva York. Niamnyam le narró algunas de sus aventuras por el mundo. La historia de su viaje desde el desierto arábigo hasta ese iceberg en pleno océano ártico es francamente increíble. A lo mejor algún día te pueda contar esa fabulosa aventura. —¿Sabes si Nueva York está lejos de aquí? Debo regresar —le dijo Piittel. — Depende. Todo es bastante relativo. Por mi naturaleza y manera de viajar, si lo está. Para ti, todavía, también. Pero tengo una buena noticia:


yo también me dirijo hacia tu ciudad. Así que haremos el viaje juntos, compañera. — ¿De verdad? — dijo Piittel con una sonrisa en su gota — Me encanta la idea Niamnyam. ¿Por qué tienes que ir a Nueva York? — Llegó a mis oídos que allí hay una persona que puede comunicarse con nosotros. No sé quién es, pero me dijeron que trabaja en un lugar muy importante para los humanos. — Será un placer poder ayudarte a encontrarlo. Y volvió a ocurrir. Otra vez más. Pasa a diario en muchos lugares del planeta, pero normalmente no nos damos cuenta. Una especie de zunzuncito, muy parecido al oriundo de una hermosa isla caribeña, sobrevoló sus cabezas. Dicen que cada vez que eso sucede, la amistad que ahí nace perdura para siempre.


Atención, hay otros pajarillos muy simpáticos, pero el zunzuncito de la auténtica amistad es único. ¡No te dejes engañar! Las horas siguieron desfilando, una tras otra, sobre aquel iceberg. Piittel, en un intento de distraerse, comenzó a examinar las maltrechas gafas que Niamnyam llevaba puestas. No estaban en malas condiciones porque Niamnyam fuera un patoso o un descuidado, sino por su peculiar manera de ir de un sitio a otro. Los Niamnyam no tienen piernas como nosotros, así que no pueden caminar. Se mueven rodando. Erosión es el nombre de la maestra artesana que moldea sus cuerpos, como si de un gimnasio se tratase. Por eso tienen una perfecta forma esférica. ¿Quieres saber más cosas de las gafas de Niamnyam? Están hechas de iridio. ¡Con la cantidad de metales que hay en nuestro planeta y justamente tiene que escoger uno de los más raros! Aunque en realidad no las eligió él, son un


regalo de un pariente lejano. Lo más curioso de las gafas de Niamnyam son los lentes. No son de cristal ni de polímeros orgánicos. Usa el efecto lupa del agua para poder ver correctamente lo que le rodea. ¡No es de extrañar que le pidiera a Piittel que le arreglara las gafas tan a menudo! Puede utilizar agua de cualquier lugar como lente, pero la del mar no le gusta mucho, porque con tanta sal ve doble y se marea. Piittel me contó que en el desierto, Niamnyam prefiere usar café para que el sol no le moleste tanto. ¡No habían sido pocas las aventuras en la búsqueda de ese preciado tinte! Yo creo que más que protegerse del sol quiere verse moderno. ¡Menuda bola presumida! — Niamnyam, esto es muy aburrido. Aquí no puedo pasear en bicicleta ni hacer travesuras. — ¡Pero tienes este hermoso escenario para contemplar! Observa todo lo que tienes a tu alrededor. Admíralo. Experimenta lo que estás viviendo ahora, sin más.


Piittel lo intentó, pero su pensamiento todo el tiempo se iba a Nueva York, a lo feliz que se sentía allí. Y cuando su mente se aburría con los recuerdos, se ponía a pensar en todo lo que haría cuando llegara. Cuanto más pensaba en el futuro, más y más planes se le ocurrían. Según los pensamientos que le venían, se reía, ilusionaba o se llenaba de preocupaciones y dolor. Ya te dije que nos parecíamos a ella. — ¡Estás en tantas cosas que desde aquí puedo ver tus ideas, Piittel! Tienes una imaginación formidable. ¿Crees que podrías aguantar un minuto seguido observando tu respiración sin pensar en tus cosas de Nueva York? — ¡Claro que sí! —exclamó Piittel— ¡Esa es la cosa más fácil del mundo! — Antes de hablar, conviene practicar — respondió con sabiduría Niamnyam.


Piittel lo intentó. A los 11 segundos ya estaba otra vez en Nueva York. A los 22 estaba paseando por la calle trece. Y en menos de 44 segundos, ya había entrado en tres lugares para bailar, construido varios artefactos inútiles y hecho más de diez travesuras. — ¿Seguro que puedes hacerlo? —dijo Niamnyam mientras agitaba el brazo para airear la nube de pensamientos que salían de la mente de Piittel. — Espera, espera. Deja que lo vuelva a intentar… —le suplicó Piittel convencida de que era capaz de hacerlo. Tras varios minutos, donde los pensamientos de Piittel ya habían crecido hasta ser más grandes que el doble de la suma de la multiplicación de todo lo que más de una vez soñó elevado a la… — ¡Piittel, mira el cielo! —exclamó Niamnyam para detener esa chimenea de ideas.


Había llegado el atardecer. El viento se paró para descansar, ya que después de tantos días soplando estaba agotado. Aprovechando la ocasión, la mayoría de nubes se fueron a otros meridianos de vacaciones. El mar había enviado a sus olas más energéticas a explorar otras latitudes, dejando que las flores de escarcha florecieran por miles. Era la ocasión perfecta para que el sol dibujara, en aquel cielo, aquella tarde, la obra de arte más hermosa que jamás un Piittel hubiera presenciado. Y así fue. Cuentan que tan magnífico fue ese atardecer que los planetas y las estrellas se adelantaron a la noche para poder contemplarlo. Incluso la luna, acostumbrada a madrugar, se acercó un poco más de lo habitual para poder verlo mejor. Hasta el viento entreabrió un ojo desde su descanso. También me explicaron que algunas nubes chiquititas lloraron emocionadas al ver aquel cielo, por formar parte de aquello. Tan hermoso


cuadro había dibujado el sol que ni él mismo se quería ir. Allí se quedó, apoyado en el horizonte durante largos minutos. Admirando su obra. Sobre ese bloque de agua dulce, esas dos insólitas criaturas continuaron mudas, admirando la belleza de nuestro planeta. Perdón, tres, olvidé al zunzuncito, que al ver semejante pintura no quiso irse. Nadie quería perderse esa maravilla. La noche, al cabo de mucho rato, empezó a impacientarse. No podía llegar tarde a su cita periódica. Con empujoncitos, convenció al día para que le dejara hacer su labor. Al final cedió, aunque con la condición de que la noche hiciera un trabajo irreprochable. Y así lo hizo. Para empezar, la noche pidió educadamente a todas sus estrellas que se presentaran al


escenario del firmamento con sus mejores galas, animando también a las fugaces para que salieran de sus oscuros escondites. Después le aconsejó a la luna que se cepillara bien los dientes, para así poder darnos la mejor de sus sonrisas. Y entonces, en aquel cielo, aquella noche, aprovechando la inspiración y la energía del sol, dibujó magia. — ¿Qué son esas luces de colores en el cielo, Niamnyam? —preguntó Piittel hechizada. — Da igual, amiga. Disfrutémoslo. Por fin Piittel se quedó allí. Ya no estaba en Nueva York. Se quedaron contemplando aquel sueño, en silencio. ... Poco a poco, el cansancio fue conquistando a todos los presentes. Comenzaron pues los otros sueños. Menos los del sol, que nunca llegaron


porque no se fue a dormir. Estuvo toda la noche sentado en la primera fila del teatro de la vida, camuflado en el horizonte. Casi apagado. Al igual que este capĂ­tulo.


Aclaraci贸n Lo que vieron era una aurora boreal. Creo que es uno de los m谩s hermosos fen贸menos que la naturaleza nos puede regalar. Te he dejado un poco de espacio en blanco, para que te puedas imaginar la magia del espect谩culo que presenciaron aquella noche.


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No había dormido en toda la noche, pero como no tenía nada especial que hacer aquel día, se quedó un poco más en la cama. Los pensamientos iban y venían, haciéndole compañía. Al poco tiempo, ya algo más inquieto, se levantó con el alba y comenzó a juguetear con el horizonte, deslizándose de norte a sur. No veía la hora de adquirir su protagonismo diario. Tiraba de vez en cuando un rayito, para avisar a la oscuridad de que ya estaba listo. Saltó de felicidad. Por fin, la noche le había dado su permiso al sol para entrar en escena. Justo en ese momento, unos ecos familiares abordaron el pedazo de hielo flotante. — Niamniamniammmm… — ¡Niammmaniamnimiiiiiiiii!


— ¡NIAMMMNIAMMMMM! — ¿Niam? — Niamnyam…. Así era imposible dormir más. Piittel se giró para comprobar que es lo que estaba sucediendo. No podía ser cierto. El miedo que había tenido en el primer encuentro con Niamnyam, se había convertido en unas risotadas incrédulas. Esta vez lo entendió más rápido: tenían invitados en el iceberg. Allí no había ni una, ni dos, ni tres… ¡Eran ni más ni menos que cuatro bolas peleándose! Agitaban los brazos como ventiladores escacharrados y rugían casi como la bestia más bruta que te puedas imaginar. La situación sólo podía calificarse de exitosa para Piittel. En poco


tiempo había tenido el placer de toparse, casi por accidente, con cuatro de esas criaturas. Habían llegado flotando como medusas, dejándose llevar por las corrientes marinas. Una vez subidos al iceberg, empezaron una terrorífica, aunque bella charla niamnyamniana, aderezada por el asombro que les había causado encontrarse por esos mares perdidos. Rieron a carcajada helada y lo celebraron como sólo ellos y las Pelusas saben hacerlo. No era habitual encontrar a un Niamnyam de arena por esas latitudes. ¡Qué preciosa historia para contar a su retorno! Piittel observaba atónita todo lo que sucedía. Era todo un acontecimiento de la naturaleza. Mordiscos incluidos. Acabados los saludos y conmemoraciones convenidas por la Comisión Universal de Diplomacia Niamnyamca, esas tres bolas de hielo les explicaron muchas cosas sobre ellos. Eran tres valientes exploradores seleccionados entre


miles de individuales semejantes para un peligroso viaje hacia el sur. La expedición se había armado tras una de sus tradicionales reuniones familiares, en algún lugar cercano al polo norte geográfico, que no es lo mismo que el magnético. En ese encuentro concreto, en el que se juntaron tres millones doscientos cuarenta y cuatro mil doce familiares, habían dialogado sobre el cambio climático y los seres humanos, porque ese tema es muy importante para ellos. Yo pienso que es muy raro que se reúnan tantos seres para hablar de algo así. Si hubiera sido para conversar sobre algún deporte, lo encontraría más razonable. Esos tres aventureros tenían la difícil misión de llegar donde ningún Niamnyam de hielo había llegado antes. Su objetivo era experimentar el punto de fusión total. Para que lo entiendas mejor, si fueran los cubitos de hielo de tu vaso de agua, sería hasta el momento que acabaran de derretirse. Eso, según los expertos de esa gran familia, les daría mucha información sobre cómo los seres humanos estamos tratando este


planeta. Por eso iban hacia zonas más cálidas. Tremendo viaje… ¿no crees? Piittel observó que el Niamnyam más joven de los tres, que a su vez era el más fuerte, llevaba con él un botiquín de emergencia. Lo arrastraba con un pelo de pata trasera de oso polar. El paquetito contenía una sustancia llamada friolina, prescrita para enfriarse con urgencia en caso de que alguna corriente cálida les sorprendiera por el camino. También contenía unos cuantos artilugios muy raros, por si eran atacados por una mancha de petróleo o algún otro tóxico. ¡A saber dónde compran esas cosas tan extrañas! Me encantaría saberlo, así le podría poner friolina en la espalda a alguno de mis amigos. Todos juntos pasaron una mañana agradable, descubriendo las diferentes maneras que cada uno tenía de relacionarse y entender su entorno. Algo muy enriquecedor, teniendo en cuenta las diversas procedencias. A medida que la conversación avanzó, encontraron más y más similitudes entre todos ellos. A veces sólo hace


falta dedicar un poco de tiempo a los extraños para descubrir lo que nos une. Desde muy lejos, todos parecemos muy diferentes. Desde algo más cerca, todos somos iguales. Cuando el sol agarró el tobogán celeste para llevarlo al horizonte opuesto de su despertar, aquellos monstruitos decidieron que debían proseguir con su misión. Se despidieron, como no, con su estilo y fragancia particular: unos mordiscos para cada uno. Y se alejaron, entre gruñidos, nadando hacia el calor del sur. — Me gustaría poder nadar como ellos —suspiró Niamnyam. — ¿No sabes nadar? —le preguntó Piittel con una sonrisa entre maliciosa e incrédula.


— No puedo flotar como ellos. Recuerda que soy de arena y mi naturaleza hace que me hunda. Ellos son muy parecidos a ti, pero están congelados. Por eso flotan. Igual que este iceberg. El agua es un elemento único, ya que en estado sólido el agua es menos densa que en estado líquido. Imagínate si el hielo se hundiera. Este océano sería muy diferente. — Es cierto —dijo Piittel— ¡Cuántas cosas más tendré delante de mí sobre las cuales nunca reflexioné! ¡Oye, Niamnyam! ¡Creo que sé cómo ayudarte a no hundirte! Una vez lo vi en una piscina. A los pequeños humanos les enseñan a flotar abriendo sus brazos y llenando sus pulmones de aire. — Ummm… volumen, densidad…maestro Arquímedes… muy interesante lo que me dices — dijo Niamnyam más pensativo que otras veces—. Procuraré recordarlo. Muchas gracias Piittel. Regresaron a la parte más acogedora del iceberg, donde una sorpresa en forma de regalo les


esperaba. No hay nada más eficiente que la naturaleza. Aquellos exploradores les habían construido, a mordisco puro, un pequeño iglú. Los Niamnyam son muy hábiles construyendo cosas con sus dientes. Además, su trabajo les ayuda a mantener su dentadura limpia y afilada. Eso les convierte en los seres con mejor higiene dental del mundo conocido y parte del desconocido, pero imagino que eso ya lo sabías. El frío, aunque no era problema para Piittel, afectaba mucho a Niamnyam, que agradeció la construcción de esa pequeña guarida. Por ello les envió un hermoso mensaje de agradecimiento desde la distancia, en uno de sus incontables desprendimientos de buenas intenciones hacia los demás. ¿Sabes por qué Niamnyam pasaba tanto frío? A mí me lo contó un profesor de física. Es por algo que llamamos calor específico. El agua se enfría y se calienta más lentamente que la arena, por eso Piittel aguantaba mucho mejor los cambios de temperatura. Es curioso como ese pequeño detalle puede ser tan importante para nuestro


planeta. O al menos eso es lo que le contó el viento a Piittel, en una de sus ráfagas. Investiga un poco, quizás acabes amando la física tanto como yo lo hago. A partir de esa noche, Niamnyam pudo descansar mejor. Piittel nunca durmió en el interior del iglú. La versión oficial del cuento dice que es porque quería descansar bajo ese techo llamado universo, escuchando la música del mar cerca de ella. Pero yo sé que es porque tenía miedo de convertirse en víctima de los mordiscos de Niamnyam… ¡Y quién no! Los miedos hacen que nos contemos mentiras a todas horas. Más adelante, Piittel hará un descubrimiento muy importante sobre este asunto, pero todavía no te lo puedo contar. No seas impaciente, ya te lo escribiré a su debida página. Recuerda que en la vida, de una manera u otra, todo llega.


Hasta entonces, te dejo en compaùía de una amiga llamada paciencia.


||||X||

El día y la noche se alternaban perfectamente, realizando sus tareas con absoluta profesionalidad. Siempre en equilibrio. Cuentan los que cuentan que tienen pactado un horario de invierno y otro de verano, sin necesidad de negociaciones tediosas ni sindicatos cuestionados. La naturaleza en sí misma es muy sabia. Tampoco ninguno de los dos ha tenido que hacer horas extras. Nunca. ¡Qué suerte tienen! En este planeta hay muchísimas personas que tienen que trabajar horas y horas sólo para poder comer algo a diario, mientras muchos de nosotros, tanto en en Nueva York como en unos pocos lugares más, llenamos nuestras tripas y cubos de basura sin cesar. ¡Esos kilos de más nos delatan! Para nuestros pequeños supervivientes, el alimento diario tampoco les suponía ningún problema. Pero la famosa corriente del Golfo sí. A lo mejor no tienes la fortuna de conocer a esta


célebre corriente, porque esto de ser famoso es según los intereses de cada uno o lo que la televisión de cada país nos cuenta. Si es así, yo te la voy a presentar. La corriente del Golfo es como un río cálido dentro del océano Atlántico. Se origina en el golfo de México y es la encargada de arropar térmicamente las costas del continente europeo. Por eso sus habitantes pasan menos frío en invierno que los que estamos a este lado del océano. Y por esa misma razón, la parcela flotante que les hacía de refugio, se encogía como un montón de ropa de una de esas tiendas que tienen cosas muy baratas. Con el paso de las millas, su isla se transformó en islita. La islita, a su vez, en microisla. La microisla en nanoisla. La nanoisla en picoisla. Y cada vez más y más y más pequeña. Piittel, muy preocupada, le dijo a Niamnyam: — ¿No crees que esto empieza a ser demasiado pequeño?


— Sí —respondió Niamnyam con una serenidad espantosa. — ¡No sé cómo puedes estar tan tranquilo, Niamnyam! Sabes lo que pasará, ¿no? —insistió Piittel— ¡Tenemos que hacer algo! — Sospecho que si esto sigue así, me ahogaré, amiga mía. De eso no tengo ni la menor duda — dijo riendo al ver la expresión estupefacta de Piittel— ¿Serviría de algo preocuparme en estas circunstancias? ¿Cambiaría en algo nuestra situación? —respondió Niamnyam haciendo uso de su inteligencia. — La verdad es que no. Me da mucha tristeza pensar que no te voy a poder ayudar. Y creo que no es justo que todas tus aventuras acaben de esta manera. ¡Todavía tienes mucho que morder! — Si eso sucede, será porque el destino quiere que así sea. Uno debe luchar por las cosas que cree y siente, pero hay situaciones que se escapan de nuestra voluntad inmediata. Por eso


tengo tranquilidad. Las reglas de este juego llamado vida no siempre las entendemos, pero son muy sencillas. — Tienes una forma peculiar de entender las cosas, Niamnyam. Se relajaron los dos y disfrutaron de esas cosas que todos los seres vivos pueden disfrutar. Piittel trató de conectarse, para poder lanzar un mensaje de ayuda a su amigo el viento. Pero aquel día no soplaba por allí. Su suerte estaba echada. Ya no quedaba lugar para esas dos minúsculas criaturas sobre su ya casi invisible isla. Y sucedió lo inevitable. En ese desierto de mar apareció un oasis. Un joven frailecillo. A menos distancia de la que tienes el orfanato más cercano. Los mensajes de auxilio de Piittel habían sido recibidos por esa ave, que ya se estaba acercando con celeridad hacia los náufragos. Los frailecillos son una una especie muy tranquila, salvo cuando se les ataca.


Por cierto, investiga por ahí que apariencia tienen. Son unas aves entre preciosas y preciosísimas. A pesar de ser pequeñas, con su pico coloreado pueden llegar a transportar más de veinte pececitos. Además, aunque no lo parece, pueden volar muy bien. La naturaleza siempre opciones para volar.

ofrece

diferentes

— ¡Hola! —le dijo Piittel con una gran sonrisa. Me encantan sus modales, no los pierde ni cuando nada en aguas complicadas. Ella sabe que es importante tratar con cordialidad a todo el mundo. Siempre. — ¡Buenos días! —exclamó el joven frailecillo muy alegre— ¿Qué hacéis vosotros dos abrazados sobre…? No le dio tiempo a terminar la frase, porque en ese preciso momento se sumergieron en el agua. Piittel asumió con valor su título nobiliario de amiga de verdad, de zunzuncito puro, iniciando


una lucha desesperada por mantener a esa pesada bola a flote. A duras penas, muy duras, Piittel impedía que su amigo se sumergiera en los misterios abisales. Los océanos son lugares muy profundos, esa es una de las razones por la que los humanos conocemos tan poco sobre ellos. La batalla contra las leyes de la física duró hasta que el frailecillo, en un gesto propio de malabarista anónimo, sacó a Niamnyam del agua. — Gracias. Gracias a los dos —esas fueron las primeras palabras de Niamnyam, tan pausadas como siempre—. Me habéis salvado. Gracias — repetía. — ¡Gracias frailecillo! —exclamó Piittel, mientras subía apresurada por el costado del frailecillo. Brillaba de felicidad.


Rodeó con el corazón a su amigo. ¿Qué cómo se hace eso? Le dio el abrazo más hermoso que se recuerda en el Atlántico Norte. Lo cubrió completamente con su ser, empapándole de cariño. Niamnyam sonrió, con un gesto que Piittel jamás olvidaría, porque unas diminutas lágrimas brotaron felices desde detrás de esas castigadas gafas de iridio. Se quedaron así. En una pausa hermosa. Tuvieron que dar varias vueltas las puntuales manecillas de un reloj que nadie mira y cantar el cuco mudo tres veces antes de que el frailecillo tomara la palabra. — Soy un frailecillo muy especial. Pertenezco a la gran familia de los frailecillos. Mi mamá es una frailecilla. Mi papá es un frailecillo. Yo nací en una colonia de frailecillos. Soy el más hermoso, simpático e inteligente de todos mis hermanos. Tenéis mucha suerte de haberme conocido. Voy hacia el sur, porque me han dicho que allí hay


animales tan bellos como yo. Si queréis disfrutar de mi compañía, os llevaré conmigo. — Muy bien, amigo. Iremos juntos. Será un placer compartir el viaje con un frailecillo tan especial como tú —respondió un intuitivo Niamnyam. — ¡Menos mal! ¡Yo a esta bola pesada no la aguanto más! —exclamó Piittel. Se escucharon unas risas en medio del océano. El frailecillo se alegró de que se unieran en su travesía, porque en el fondo era un pajarillo muy triste y solitario. Nadie quería estar con él porque su orgullo y mal carácter le impedían compartir con el resto de la familia de frailecillos. No sabía cómo ser humilde y cercano. Había dejado a todos los de su especie porque creía que no estaban a la altura de su elegancia. Se mentía a él mismo igual de bien que lo hacemos los humanos.


Nuestro orgullo es una cosa muy maleducada. Es casi tan astuto como los miedos, tratando de engañarnos todo el tiempo. Es normal que requiera tanta disciplina para educarlo correctamente, es muy revoltoso. Por eso somos como somos. Niamnyam enseguida percibió las dificultades de ese frailecillo con su carácter. Se alegró por la oportunidad que iba a tener, en el transcurso de ese viaje, de hablar con él y ayudarle a descubrir su ser. Esa era su gran dificultad. El no conocerse le arrastraba a perderse en su imagen, que era hermosa, pero temporal. Se comparaba siempre con todos, buscando su bienestar en un lugar erróneo. Por eso se estaba haciendo tanto daño a sí mismo. Suerte que en todos esos asuntos, Niamnyam es un gran maestro. Continuaron su camino, surcando con sosiego el océano, sin pretensiones. Tenían la corazonada de


que algún día llegarían a su puerto. Cada cual al suyo. No pasaba día sin que Piittel se preguntase por aquel apuesto capitán. ¿Habría sobrevivido como ella? ¿Sería verdad eso de que los humanos envenenan sin contemplación el planeta? De una manera u otra nuestra especie siempre estaba presente en sus conversaciones. El frailecillo no perdía ninguna oportunidad para declarar su admiración incondicional hacia nosotros. Hablaba siempre maravillado de nuestra capacidad de volar, bucear o andar. ¡Lo hacía tan bien que más de uno lo hubiera contratado como representante! Curiosamente no veía ningún defecto en nuestra manera de relacionarnos entre nosotros mismos. Ni siquiera se atrevía a cuestionar si los humanos estamos maltratando el planeta, nuestro hogar. Era rígido en sus ideas, como esas personas que no entienden muy bien las cosas. Niamnyam lo escuchaba en silencio, regalándole toda su atención, desde un inalterable lugar llamado compasión.


Un día, mientras pasaban por un grupo de dieciocho islas, los tres advirtieron como el mar, poco a poco, se iba tiñendo de tonos poco habituales. En un primer momento les extrañó, pero no le dieron importancia, porque en los océanos a veces pasan cosas raras. Pocas palmeadas después, sin apenas darse cuenta, se vieron flotando sobre un rojo pasión. Una sensación aguda de dolor atacó a los tres sin piedad. ¿Qué sucedía? Navegaron más allá del cabo. A la distancia, en el fondo de la bahía, vieron una combinación que no admitía dudas: seres humanos y ballenas. Se quedaron mudos. Sólo Niamnyam pudo comprender: — Son actos de la naturaleza humana. Las necesidades que fueron, a veces, ya no lo son. Los miedos y la ignorancia siguen atando a las personas a unas tradiciones que ya no tienen razón de ser.


El frailecillo se quedó más pensativo que sus otros dos compañeros de viaje. Nunca más hablarían de lo que habían presenciado. Pasaron millones de olas, sonidos de gaitas, ecos de revoluciones y declaraciones. Cruzaron por mezcla y deseo. Navegaron entre tradición y arte. Observaron verdes, naranjas, blancos, amarillos, rojos y azules. Intercambiaron sentimientos, gestos, momentos y risas. Incluso Piittel enseñó a Niamnyam a caminar con sus brazos, para que sus gafas sufrieran menos. Hasta que, como ese higo maduro cayendo hacia la noble gravedad, el frailecillo dijo: — Gracias. Tú también me has salvado la vida. Voy a regresar con los míos. Ya no tiene sentido que siga alejándome de lo que realmente soy. Niamnyam le respondió con una sonrisa, lleno de felicidad. Eso sólo pasa cuando se deja a las expectativas fuera de la lista de invitados,


porque no hay celebración más hermosa para uno que dedica su paciencia al bien ajeno. El frailecillo, un poco más adelante, se encargaría de organizar la próxima etapa del viaje de sus nuevos amigos. ¡No quería estar en la áspera situación de ver otra vez a Niamnyam en remojo! Continuarían junto a un nadador local que pasaba periódicamente por el gran cruce. Porque de esa zona del océano era su nuevo guía. Para ser más preciso, de un lugarcito del sur de Europa donde hay una fuente de arte que baña a todo aquel que pasa por sus vientos. Ahora mismo no recuerdo el nombre del sitio, pero si algún día te cruzas con alguien que tenga una chispa especial, pregúntale, seguro que conocerá ese lugar.


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Thunnus thynnus. Ese era su nombre oficial. Si los animales tuvieran un pasaporte, eso sería lo que aparecería impreso en el mismo. Yo creo que a los animales no les resultaría muy práctico llevar un pasaporte. No sólo por la cantidad de países que atraviesan en sus migraciones, sino también porque la mayoría no tiene un bolsillo para guardar una libretita identificativa. Los animales tienen sus propios mecanismos y reglas para moverse. No tienen tanta burocracia como nosotros. A más simpleza, más eficiencia. Atuntún. Ese era su nombre extraoficial. Su mote. Aunque perfectamente le podrían haber llamado Sonrisa, ya que ese era su rasgo más peculiar. Aquel ejemplar rezumaba fuerza y veteranía por todas las escamas de su cuerpo, que no eran pocas, porque para cubrir los cerca de 2,64x10-16 años luz de longitud y los 2,70713


koku de peso de ese maravilloso túnido se necesitaban unas cuantas caracolas bien llenas. Atuntún también era el animal con más distancia acumulada de todo el Atlántico y Mediterráneo. Cientos y decenas de millas se apretujaban en sus aletas, intentado hacerse invisibles, como si nunca se hubieran recorrido. Se despidieron de aquel frailecillo, ahora más especial, abrazando su pico circense con fuerza y sinceridad, así como lo hacen los viejos amigos. Mientras, una hermosa melodía acompañaba a un tal señor agradecimiento, que ese día se había dejado caer por allí. El frailecillo aún no lo sabía, pero a su vuelta se convertiría en un importante defensor de las causas justas, como esos que salen en las novelas clásicas. Nuestros dos amigos, enseguida se hicieron amigos de Atuntún. Con un intercambio de sonrisas les bastó. No era difícil, la bondad y


sabiduría que llenaban su corazón invitaban a una amistad honesta. Durante los siguientes cientos de millas náuticas, tendrían la oportunidad de viajar a una de las mayores velocidades acuáticas. Niamnyam lo sabía, así que se agarró con fuerza a la aleta dorsal del túnido y gritó, como los campesinos andinos, sorprendiendo a todos los allí presentes: — ¡Adelannnteeeeeeeeeeeeeeeee! Salieron disparados. Iban más rápido que una vicuña asustada o un galgo inglés tras su falsa presa. Incluso más que un rinoceronte blanco enfadado. Espera, espera un momento…iban más rápidos que un caballo de película del oeste, de esas que ponen cuando nadie mira la televisión. Esos son los caballos más rápidos que existen. Pero los atunes son todavía mucho más veloces, aunque muchas personas no lo sepan.


Al cabo de unas pocas décimas de grado, Atuntún redujo su velocidad a una de crucero vacacional, para que sus nuevos amigos pudieran disfrutar de las vistas. También porque Atuntún era el líder de todo un banco de atunes que, sudando sal gorda, le venía siguiendo como podía. Con tanta velocidad, esos atunes se habían alborotado. Aunque un banco de peces nunca se alborota tanto como uno de esos en los que la gente pone a guardar su dinero. ¡Esos más que alborotarse se desmadran! El trabajo de Atuntún era guiar al grupo, siempre buscando el beneficio de todos. Y lo hacía muy bien. Aquella cuadrilla cumplía con su habitual circuito. Venían de la magia del Mediterráneo. De dar la vuelta a un pedacito de paraíso que milenios antes se había caído del cielo para formar unas islas. Desde ese lugar, desde la isla más grande, Pelusota había contemplado la puesta de sol más hermosa de su existencia. Y también, justo allí, había sido donde Atuntún y ella se habían hecho grandes amigos. Dentro de unas páginas entrará Pelusota en la historia, así que no pongas cara de


que no entiendes para que te cuente más sobre ella. De momento sólo te puedo escribir que aquel banco de atunes se dirigía hacia las islas más afortunadas del Atlántico, a tomarse un tentempié estacional. Durante esa larga y placentera travesía fueron varias las cuestiones que más removerían el interior de nuestra amiga Piittel. Todas sobre nosotros. Poco a poco iba conociendo otras facetas de nuestra especie. El primer asunto fue una foto de un tipo muy feo con un sombrero negro. No se quedó preocupada por la fealdad de ese ser, porque a pesar de ser inmoral, tenía hechizo. Ni tampoco por el color del sombrero. Sino porque era el capitán involuntario de un largo rastro de basura oceánica. Miles y miles de objetos de plástico flotando a la deriva, como una procesión religiosa. Enseres inútiles para la naturaleza y para el hombre. Para Piittel aquello fue la confirmación


de la ignorancia y descuido de las personas. Esa mancha era la decoración más triste para un maltratado mar. Ella me contó, en secreto, que el Atlántico le confesó que la gran familia Océano nada un poco a disgusto con nosotros. Normal. En otro momento, Piittel pudo ver una balsa con personas. Un poco más que repleta. Lejos de todo consuelo. Algunos adultos, algunos jóvenes y algunos bebés hacían de tripulantes. No tenían capitán. Sus cuerpos estaban más desgastados que sus inexistentes ropas y sus rostros ya habían aceptado la derrota en esa lucha contra una señora que algún día nos visitará a todos. Vencidos. La esperanza, la ilusión y el deseo habían sido aniquilados por los elementos. Almas en capilla. A la espera. Cuando Piittel preguntó a Atuntún que quienes eran esos humanos que ya no tenían vida, este le respondió, lleno de tristeza, que nadie lo sabía. Pero lo peor no era que nadie lo supiera, sino que


a nadie le importara. Eran otras víctimas del desaliento humano. Esa balsa y sus ocupantes desaparecieron en el horizonte. Esa no iba a ser la única tragedia que iba a golpear a nuestros expedicionarios: Atuntún también se despediría de ellos. Una despedida motivada por un negocio. Por una venta en algún mercado lejano. Vendido para contentar a algún estómago pudiente, pero tal vez no muy respetuoso hacia un ser tan noble como aquel. ¿Y cómo empezó ese insípido final? Pues con un millar de peces voladores, saltando en estampida e informando a todo el cosmos marino: — ¡Nadad rápido, que vienen! ¡Huid! ¡Escapad ahora que podéis! — ¿Qué pasa? —preguntó Piittel desconcertada.


— ¡Barcos y redes! ¡Todos juntos! ¡Hacia el sur! — ordenó Atuntún con decisión. No era la primera vez que Atuntún veía a ese tipo de humanos. Los pescadores le habían intentado atrapar de muchas maneras diferentes. La suerte y la pericia siempre habían estado de su lado, porque en esas batallas desiguales siempre había escapado victorioso. La sabiduría de Atuntún le ayudaba a comprender las leyes de la naturaleza. Comprendía que ellos, los peces, forman parte de una cadena trófica. Lo que no aceptaba era la muerte sin razón de los demasiados. Tampoco entendía los miles y miles de familiares que a menudo se devolvían al mar, en silencio. Porque aplastados, sus corazones ya no latían más. Creía que las artes y artimañas de esos cazadores no eran las más honestas, por eso no conseguía aceptar ese abuso de poder. No podía consentir que la vida se midiera con papeles, con extrañas normas y paladares caprichosos. No tenía sentido para él. Pero incluso eso, no le quitaba las ganas de sonreír… ni de luchar.


Hasta su 煤ltima batalla, cuando en su compromiso con el resto del grupo, decidi贸 sacrificar su vida para que cientos de j贸venes siguieran aprendiendo de todo lo que la naturaleza nos tiene asignado. Dijo hasta luego. No sin antes lanzarle un mensaje a su amiga Pelusota, para que salvara a sus queridos pasajeros.


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………………………ppppffiiuu…………………… Algo alzó a nuestros dos protagonistas, como si fueran las presas de un hambriento halcón. Sólo una minúscula lágrima piitteliana se quedó haciéndole compañía a Atuntún y a su imperturbable sonrisa, que crecía generosamente a medida que sus amigos se perdían en la lejanía. Su amiga Pelusota había recibido el mensaje y ya estaban, al igual que la mayoría de atunes, a salvo. Atuntún sintió una profunda paz. Esa imagen fue su última fotografía antes de que las redes lo ahogaran. — Adiós Atuntún —susurró el zunzuncito. La tristeza de Piittel no dejaba que su mente comprendiera que estaba ocurriendo. Pero yo te lo voy a contar: estaban volando por los aires.


Tan ligeros y silenciosos como el mismísimo viento. Al cruzar el manto blanco que no les había dejado ver el sol, Piittel se avivó. Aquella cálida luz sobre el interminable mar de nubes fue el mejor despertador. Pudo observar que se dirigían hacia el horizonte. La elegancia de una cumbre volcánica les estaba aguardando. Este volcán, por suerte para muchos, está dormido. Por eso, aunque apunta hacia el cielo como un arquero, no es amenazante. Las apariencias son muy burlonas. Aterrizaron. La mezcla de los humos de azufre provenientes de sus fumarolas y un amigable silencio condimentaban la belleza única del lugar. Las otras seis islas, la sombra triangular proyectada sobre el océano y ese sol aproximándose a su descanso captaron la atención de Piittel. No se dio cuenta de que el vuelo transoceánico más


popular entre la comunidad Pelusa estaba a punto de partir hacia el oeste. — Bienvenidos a bordo señores pasajeros, el vuelo interinsular con destino al mar Caribe está a punto de despegar. Pónganse cómodos por donde puedan, relájense y contemplen las formidables vistas que nos acompañan en este cálido atardecer. Procuren, por favor, no formar mucho jaleo, sobre todo durante las fases de despegue y aterrizaje. Asimismo les recuerdo que las cosquillas están terminantemente prohibidas durante el transcurso de este vuelo. Muchas gracias por su atención y disfruten del vuelo. — ¡Ohhhh!—exclamó Piittel regresando de la puesta de sol— ¡Es un albatros errante! ¡Un maravilloso ejemplar de albatros errante! Para aquella travesía no había transporte más seguro, eficiente y genuino que ese albatros. Estas aves sólo habitan en el hemisferio austral de nuestro planeta, pero a ese hermoso ejemplar


le gustaba volar por todas las latitudes y longitudes. Libre. Poseía el auténtico espíritu viajero en sus alas. Tras un silencioso despegue, como parte del entretenimiento a bordo, aquel albatros propuso su habitual acertijo a todos los pasajeros: — Adivina, adivinanza… ¿Qué es lo que cuando lo observas, desaparece? —dijo el albatros con alegría. Disfrutaba volando. Mucho. Niamnyam sonrió de inmediato. Su rostro reflejó que sabía la respuesta. Piittel no tenía ni idea, pero no se puso nerviosa, porque sabía que disponía de mucho tiempo para usar su ingenio. Además, había no pocos pasajeros a quienes preguntar: el vuelo estaba lleno de Pelusas. Se repartían con minucioso orden por unas alas veintitrés centímetros más largas que el jugador de baloncesto más alto del mundo.


Piittel decidió preguntarle a la Pelusa que les había rescatado, que justo estaba sentada a su lado. Desafortunadamente para Piittel, esta le recordó que no podía hacer trampas. ¿Y quiénes son las Pelusas? Son unos seres que viven en el aire. Ese es su medio natural. Vuelan muy bien, de hecho son capaces de dar la vuelta al mundo en cualquier dirección. Miles de veces seguidas. Son íntimas amigas del viento, que las mece a todas y cada una de ellas. Especialmente cuando se van a dormir. También las acompaña a otros lugares cuando a las nubes les va a dar por llorar. Porque por lo visto, sus cuerpos se vuelven muy pesados cuando absorben agua y la señora gravedad, con lo estricta que es, no les deja volar ni un centímetro extra. Ya lo dice el sabio refranero popular: “Pelusa empapada, Pelusa parada”. Cuando eso sucede caen allá donde quiere su suerte, convirtiéndose en estatuas de


mentira. Algunas veces caen en el mar o en un lago, entonces están obligadas a confiar en todo tipo corrientes y otros amigos para que las lleven a un lugar seco. Sólo después, vuelven a flotar. Porque más que volar, las Pelusas flotan en el aire. Son así de sutiles. Al igual que los Piittels, las Pelusas tienen una función muy importante en nuestro planeta. Ellas son las encargadas de purificar la atmósfera. Limpian el aire a través de sus cuerpos, que actúan como una especie de filtro natural, dejándolo limpio y fresquito, tal cual sale de los océanos y bosques. ¡Qué afortunados somos de poder respirar su trabajo! Gracias a ellas las personas podemos vivir en las grandes ciudades. Aun así, hay lugares en el mundo donde las Pelusas no dan abasto. En esos casos, su única esperanza es que las personas aprendamos a cuidarnos. Las Pelusas son muy simpáticas. Les encanta reírse y repartir amor a través de sus minúsculos ojos, casi siempre tapados por sus hebras. Perdona, es lo primero que te debería haber


contado. Una Pelusa es, más o menos, como unos pelos de persona muy muy rizados, muy muy alborotados, muy muy despeinados y recién levantados de la cama. Y para arriba. Son así. Pero en pequeñitas. Su vuelo es muy particular: nunca lo hacen en línea recta por mucho tiempo. Sus trayectorias responden a la escritura de miles y miles de palabras de amor en el cielo. En mayúsculas y minúsculas. De derecha a izquierda y de izquierda a derecha. En todos los idiomas conocidos y algunos olvidados. De verdad. No te miento. Es algo maravilloso. En sus vuelos, alguna vez les han pillado alguna falta de ortografía. Las menos honestas suelen alegar inclemencias atmosféricas, pero la mayoría responde poniéndose grisáceas de vergüenza, como si envejecieran en un instante. Dicen que esas estelas que dejan van posándose sobre la tierra. Como si la besaran. Y también


dicen que esas palabras riegan los corazones de todos los seres vivos del planeta, en una nevada de amor. Quizás sea esta la razón por la cual a veces siento esas cosas que siento. Una pandillita de Pelusas bailando sobre mi cabeza. Quién sabe. Sigamos con la aventura, que se está poniendo oscuro. La noche les dijo a los pasajeros que ya podían dormir, por lo que se acomodaron en las suaves plumas del albatros y disfrutaron del placer que daba descansar en los aires. Piittel estaba encantada, hacía tiempo que no dormía en un lugar tan reconfortante. Pasaron muchos minutos de vuelo sin que el experimentado aviador diera novedad alguna, ya que seguían a la perfección el plan de vuelo programado. De repente, unas turbulencias despertaron a la mayoría más uno. Y tan sólo unas olas más adelante, empezaban los problemas de verdad...


— ¡Yyyyyyyyyyyyaaaarhghghghghghg! Esa bofetada a los oídos si trajo del reino de los sueños a todos los pasajeros. Perdón. A todos los pasajeros menos a uno. — ¡AMIJSBVIDAKKDUUAMORUYOD! El segundo grito había sido mucho más doloroso. Alguien había dado un graznido mayúsculo, pero nadie se imaginaba quién podía ser. Un momento, los graznidos únicamente los realizan algunas aves. Y, que sepamos, sólo había una en aquel vuelo… ¿Qué le estaba pasando al albatros? — ¡Qué alguien le diga a esa bola comilona que deje de morderme de esa manera, por favor! — suplicaba el comandante de aquel vuelo con lágrimas de dolor en sus ojos.


Casi todos los pasajeros se pusieron a rebuscar entre sus plumas. Los que no eran casi todos, protestaban con acento egoísta por los bocados de ese extraño pasajero. Después de tres segundos de mucho buscar, descubrieron a aquel mordedor profesional acurrucado donde el plumaje del albatros era más espeso. Allá estaba esa pacífica criaturita, aniquilando involuntariamente a su víctima. Estaba ejecutando una tarea impecable. Muchos trataron de despertarlo, utilizando decenas de estrategias diferentes, como la vieja maniobra del escupitajo en el rostro o imitando los ronquidos de un perro salchicha. Era imposible. Entonces el grupo de Pelusas más extremista del vuelo, en un ataque de impaciencia, se acercó belicosamente para despertar a Niamnyam. Y lo intentaron de la peor manera posible: a patada pura.


No puedo decirte si eran los que estaban sentados en el ala izquierda o derecha. Pero da lo mismo. Los grupos radicales siempre tienen maneras muy poco inteligentes de solucionar situaciones. Cuestión de ignorancia, imagino. Piittel intentó parar a ese grupo de Pelusas maleducadas y folloneras que estaban fajándose a patadas con el pobre Niamnyam. Paliza no era aquello. Estaba mucho más cerca de palizón consagrado. De los de definición y afición. Aun así, no despertaba. Ni cosquillas le hacían. ¡Qué resistencia! ¡Parecía un político apoltronado en su silla! A ese nivel de excelencia también se le podría comparar con un animalito muy curioso llamado tardígrado. El día que haya una plaga de esos bichitos en Nueva York seguro que tendremos que hacer las maletas. No tengo ni la menor duda. Inesperadamente, en mitad del embrollo, Piittel salió despedida hacia el cielo, perdiendo la seguridad de su transporte.


Era de nuevo la misma Pelusa, llevándola hacia las estrellas. — ¿A dónde me llevas? —preguntó Piittel sin dejar de disfrutar de esa fantástica sensación de volar en libertad. — A compartir contigo un presentimiento —le respondió. Aquella era una Pelusa muy atrevida e inteligente. No solamente por confiar en su intuición, esa sabia compañera de viaje a la cual no solemos escuchar mucho. Tenía un algo o alguna cosa a su alrededor que la hacía diferente. De ella escuché una vez, en la línea E del metro de Nueva York, que entre todas las Pelusas de la historia pelusonia ella era la única que se había empeñado en aprender a nadar. Y según mis últimas informaciones, a día de hoy ya ha aprendido a nadar en la nieve. Yo estoy seguro de


que pronto lo podrá hacer en un charco de agua sucia. Es así de testaruda. Su nombre es Pelusota. — ¡No me lo puedo creer! ¡Jajajaja!— Piittel no podía parar de reírse. Antes de continuar, debes saber que en este mismo instante, en un despacho lejano, esta pareja está sonando como candidata a un premio de ciencia muy importante. Justo por el descubrimiento que hicieron aquella noche. Aunque me temo que la comunidad científica no se atreverá a hacerlo público. Acababan de descifrar uno de los grandes enigmas del universo: averiguaron cómo se alimentan los Niamnyam. ¿Y de qué manera lo hicieron?


Como todos observando.

los

grandes

descubrimientos:

Para ello, primero tuvieron que ascender hasta los sueños de Niamnyam. Este tipo de sueños siempre habitan un poco más alto de donde estamos nosotros. Una vez encontrados sus sueños, entraron con mucho respeto y en silencio, para no despertarlo. Esos dolorosos mordiscos justificaban, sin ninguna duda, el allanamiento de intimidad. Lo que vieron fue muy revelador. Un hambriento animal salvaje, conocido por todos como Niamnyam, estaba comiendo toneladas y toneladas de frutas y verduras sin compasión alguna, abalanzándose sobre las pobres hortalizas como si llevara lustros sin comer. Por fin Piittel pudo entender porque Niamnyam mordía por la noche. ¡Era su horario de comida! ¡Claro que dicen no necesitar de alimentos!


Piittel tenía que despertarle urgentemente. Estaba en riesgo. No Niamnyam, porque cuatrocientos golpes más no le suponían nada. Ni el vuelo, porque menos ellos dos, todos podían volar por sí mismos. Lo único que peligraba era el pellejo del sufrido comandante. ¿Pero cómo podía parar a aquella bestia descontrolada por sus instintos animales? Piittel no anda mal de inteligencia. Ya lo sabes. Se le ocurrió dibujar un hueso de dinosaurio. Recuerda que en los sueños y en la escritura, si está hecho con amor, uno puede hacer lo que quiera. Tras varios intentos, porque Niamnyam sin gafas no era más que un tragaldabas compulsivo bastante peligroso, consiguió meterle el hueso en la boca. Se atragantó de golpe, despertándose al ritmo de una tos que sonaba a cumbia.


Cuando Niamnyam abrió los ojos se quedó asombrado con todo el bullicio que estaba formado frente a él. Rápidamente los radicales salieron volando todos a su sitio, llenos de cobardía, no fuera que Niamnyam tuviera más mordiscos en la recámara. El resto, al ver la expresión de confusión de esa bola mordedora, rió sonoramente. Nunca le contaron a Niamnyam lo que habían descubierto. Es posible que en el futuro, Piittel usara ese gran secreto para hacer alguna triquiñuela de las suyas. Regresaron todos a sus sueños… menos Niamnyam, que sin saber el motivo, se sentía extrañamente empachado y no podía dormir. Continuó el vuelo, esta vez sin sobresaltos. Las millas parecían kilómetros cuando volaban en ese albatros. Nunca he sabido la razón por la cual ese grupo de Pelusas cruzó el Atlántico de esa manera, con lo


bien que vuelan. Quizรกs lo supiera un tigre de tasmania con parche pirata que navegaba en una embarcaciรณn estirada por siete simpรกticos delfines. El Caribe no estaba lejos.


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Oscuridad total. La luna, aprovechando el toldo de nubes que estaba dándole sombra al mar, había desaparecido en una de sus habituales escapadas nocturnas. Yo sé a dónde va: visita a un enamorado secreto que tiene no muy lejos. Mi mamá siempre me dijo que hay que respetar los asuntos privados de los otros, por eso no te puedo contar más. Pero sí lo que hicieron un buen puñado de estrellas en esa algarabía celeste. Porque cuando la luna desaparece, no son pocas las estrellas que aprovechan para hacer de las suyas. Aquella noche en concreto, únicamente una parte insignificante, varios miles, se animaron a salir de paseo por otras galaxias. Como no lo pueden hacer tan a menudo como les gustaría, este


fenómeno se convierte en un gran acontecimiento estelar. ¡Imagínate miles de estrellas moviéndose por el universo a la vez! A veces hay accidentes, porque las prisas y las ganas de llegar les hacen perder la concentración. Lo bueno es que, por lo menos, las estrellas no discuten nunca. Aquella noche fue todo un récord, habiendo sólo una pequeña incidencia: una enana roja despistada chocó con un planeta que estaba durmiendo, provocando el cataclismo propio en estos casos. Otro grupo de estrellas decidió salir a socializar por su misma galaxia. Eso para nosotros sería el equivalente a dar un paseo por el barrio. Y otro puñadito prefirieron moverse muy poquito, un par de millones de kilómetros, para refrescarse en algún agujero negro cercano. ¡Algunas estrellas son muy calurosas! Hace algún tiempo me sorprendí al descubrir que las estrellas son muy rápidas, pero no tanto como la luz. Dicen que esta puede moverse


299.792.458 metros en un segundo, que son exactamente 1.862.823 millas en ese mismo segundo. No te confundas, los dos números representan la misma distancia recorrida. Las personas, dependiendo del lugar donde viven, cuentan las cosas de manera diferente. No entiendo porqué lombrices somos así. Algún día nos pondremos todos de acuerdo. Estoy seguro. ¡Uy! Me olvidé de la historia. No estoy prestando atención a mis pensamientos y permito que me arrastren donde ellos quieren. Son como el perro de mi vecina, que cuando lo saco a pasear me estira para todos lados. Es un perrito muy mal educado. Tendré que adiestrar a los dos, a esa alimaña y al animalito. ¿Dónde estás Piittel?... ¡Ah! Aquí. Te encontré en esa noche cerrada… La claridad situó el horizonte. Los ojos de todas las Pelusas se alegraron al comprobar que seguían


funcionando. Chisporrotearon. Los de nuestros dos amigos también, aunque los tenían cerrados. Piittel porque dormía y en sus sueños andaba volando por lugares igual de hermosos. Niamnyam por otra razón: estaba oliendo a bosque. Respiró profundamente, sin abrir los ojos. Se llenó de vida. Hacía mucho tiempo que no olía a verde. Y se sintió muy feliz. Creo que Niamnyam nunca tuvo vocación de marinero. Comenzó a lloviznar. Con miedo. Eso es típico de las nubes poco experimentadas. Nunca saben la cantidad de agua que necesitan las plantas o cuanta le tienen que devolver al mar. El albatros informó a convertidos en huéspedes:

sus

pasajeros,

ya

— Señores pasajeros, como pueden intuir, hemos iniciado la aproximación a destino. Les ruego que se mantengan bien agarrados a las plumas, no muerdan al piloto y disfruten del espectáculo que tenemos allí adelante, porque es único.


— ¡Tierra a la vista! —gritó Piittel, exactamente en el mismo lugar y con la misma pasión que lo hizo un marinero hace ya varios siglos— ¡Agárrate fuerte Niamnyam! A medida que se aproximaban a la isla se dieron cuenta de que esa luz no venía de la tierra. El resplandor nacía desde el mar, de unas olas que brillaban en millones de minúsculos puntos de color azul. El albatros empezó a planear sobre ellas, danzando magistralmente. Los pasajeros estaban fascinados. La noche se había iluminado gracias a esa multitud de dinoflagelados, unos seres bien curiosos que responden con luz a algunos estímulos. Por si tienes dudas: sí, forman parte de la gran familia conocida como fitoplancton. — ¡Es el paraíso! —vociferó Pelusota muy emocionada. — ¡Qué pocas luces tenemos! —murmuraron de mala gana algunos radicales.


— A mí me recuerda a Nueva York… —suspiró Piittel sintiendo añoranza. — No os dejéis impresionar por tan bello espectáculo, este fenómeno puede resultar mortal, porque algunas especies… No pudo acabar la frase. Niamnyam, en un giro inesperado del albatros, cayó al vacío, perdiéndose en el leonino rugido de una de las rompientes. — ¡Rápido! ¡Tenemos que rescatarlo! ¡No sabe nadar! —gritó Piittel aterrorizada. Pelusota se lanzó hacia el rescate más heroico y arriesgado que jamás se ha escrito en un cuento. Incluso diría que entre un cero coma siete y un cinco por ciento más que eso. La lluvia, aunque tímida, era lo suficientemente amenazante para su vuelo. Además, si Pelusota quedaba atrapada en una de esas olas, permanecería encerrada en


un calabozo llamado mar por tiempo indefinido. Aún así, empezó a sobrevolar ese desorden marino buscando a un desaparecido Niamnyam. Ya le tenía mucho cariño. Casi todas las Pelusas se pusieron a buscar con la mirada en el lugar donde había caído la bola más encantadora del vuelo. En eso si estaban de acuerdo todos, porque era el único Niamnyam en ese vuelo. Hay veces que es imposible pensar de forma diferente. — ¡Vamos, tiene que estar por aquí! —chillaba Piittel con desesperación. — ¡No lo veo! —gritaba Pelusota, cada vez más pesada y lenta en su vuelo. Poco a poco, esa amalgama de luz y espuma fue golpeando con más fuerza los ánimos de los rescatadores, transformando la valentía en


desesperación. Ni siquiera las nubes fueron ajenas a la tristeza reinante. Comenzaron a llorar desconsoladamente por la pérdida de Niamnyam. — ¡Ven Pelusota, refúgiate! Vamos a la costa. Con esta lluvia tan fuerte no puedes volar. Estás en peligro. No quiero perderte a ti también —dijo Piittel con una tristeza tal que enterró toda la épica del rescate. 4145. Esos son los segundos que pasaron desde que Niamnyam se perdió para siempre hasta que el poderoso albatros se posó sobre la arena blanca de aquella playa paradisíaca. Abrió su ala izquierda y permitió que Pelusota y el resto de las Pelusas se cobijaran bajo ella. Piittel permaneció quieta. Bajo la lluvia. Aquel bello espectáculo se había convertido en un indeseado adiós. Lo iba a extrañar.


Durante largos minutos, tan largos como los segundos de algunas situaciones, Piittel se precipitó en el silencio de unas olas que rompían sobre sus emociones. — Ya se fue, Piittel. Niamnyam continuó su viaje hacia otro lugar —le dijo con suavidad Pelusota, una vez recuperada de su hazaña. — No puede ser, no puede ser así. ¿Qué haré yo sola ahora? Era mi mejor amigo. Era mi compañero de viaje —repetía Piittel angustiada. — Piittel, no nos queda más remedio que aceptar el destino de cada uno. Lo comprendamos o no. La vida siempre nos manda retos y en nuestro empeño está superarlos. Sino sueltas esa tristeza, se apoderará de tu ser y no te dejará dormir en paz. No la cargues más contigo, porque eso no cambiará lo que hemos vivido. Deja que Niamnyam se vaya tranquilo. No podemos hacer nuestras las cosas que no lo son. Suéltalas. Deja todo eso en el mar, amiga.


— Adiós Niamnyam—dijo Piittel con amor. Sonrió. Aquella noche pudo aprendió a aceptar que Niamnyam había tomado otro camino. Le dio las gracias a Pelusota. Le dio las gracias a Niamnyam. Las gracias por enseñarle a ver la vida de otra manera. El mar continuó rugiendo, aunque cada vez menos amenazante. Piittel cerró los ojos, al poco tiempo ella y su fatigado cansancio se sumergieron en un profundo y placentero sueño. Una hermosa paz la acunó toda la noche. Necesitaría de aquel descanso. Al día siguiente partiría desde aquella cálida isla hacia el continente. Iba a conocer a la Vieja Mamá.


||||| |||||

La brisa marina sopló suavemente hacia aquella amarga despedida. Se unió a la misma silbando hábilmente entre todas las Pelusas allí presentes, bien cargada de mar. Sollozaba a través de ellas, inundando aquel pedacito de universo con un áspero llanto. No era para menos. Esa travesía había sido acariciada por las imprevisibles manos del destino. Únicamente, el vivo brillo del zunzuncito alegraba los corazones de aquellos que habían experimentado el nacimiento de otra nueva e inquebrantable amistad. Pero no es ahora el momento para recuerdos emotivos. Nuestra historia debe continuar hacia un nuevo horizonte. Rumbo norte. La salida era desde el extremo de la playa, donde aquella marea roja de dinoflagelados dejaba


brotar otros colores de mar. Esta proliferación excesiva de ciertos microorganismos marinos es un proceso natural, pero no pocas veces los humanos colaboramos en este tipo de fenómenos, aportando al mar sustancias que son utilizadas como alimento. Al menos eso es lo que dicen los libros. ¿Y qué sucede cuando unos bichitos poco inteligentes tienen las circunstancias perfectas para vivir? Que se reproducen y se reproducen sin control. Tragando todo lo que pueden. Que en ese creerse los más importantes del mar, hacen suyos todos los recursos y los explotan únicamente para su beneficio, sin importarles el resto de seres. Incluso, por medio de unas toxinas que generan, en numerosas ocasiones matan a cualquier otro ser vivo. Menos mal que la naturaleza es muy sabia y cuando se cansa de los caprichos de unos pocos, da un golpe de autoridad allá donde existe ese desequilibrio, haciendo desaparecer por completo cualquier plaga.


No hay cosa más juiciosa que la naturaleza. Es una lástima que estos bichitos hagan tantos desastres, porque a mí me gusta el rojo. Mucho. Allí estaba la Vieja Mamá, esperando con paciencia. Es el transporte más sensato y prudente de todo el estrecho. Muchos de los que la conocen afirman sin dudar que es la mejor del continente, porque pase lo que pase, siempre cuida de sus pasajeros. Cada vez quedan menos manatíes. Son animales muy amistosos y pacíficos, nada celosos y no tienen líderes. Creo que podríamos aprender muchas cosas de ellos. La Vieja Mamá es una manatí más. Si tú no sabes nada acerca de ella, no te preocupes. Seguro que, entre esos miles y miles de pasajeros que han hecho un viaje con ella,


alguien ya le habló de tus andanzas. Yo no te puedo decir bien cómo es, porque no la conozco en persona, pero sí lo que sabe hacer: acompañar desde enero del año mil novecientos cincuenta y algo a criaturas de todo tipo. Seres sin más equipaje que una maleta invisible llena de melancolía, sueños y esperanzas. Guiándoles hacia su suerte como un incansable faro. ¿Hay alguna profesión más hermosa en el mundo que la de guiar como un antiguo faro? Yo siento que no. Zarparon. A lo lejos vieron a dos niños y cuatro niñas jugando con una pelota y un palo en la playa, bajo la mirada atenta, aunque relajada de sus padres. Me gustaría poder jugar algún día con ellos. — ¿Qué tal la profesión en estos tiempos? — preguntó Niamnyam con esa expresión de paz que


siempre, menos cuando duerme, brota de su rostro. — Excelente. Disfruto de mi trabajo en cada pulgada de mar que recorro, Niamnyam — respondió la Vieja Mamá con amor. Te lo dije, la Vieja Mamá sabe muchas cosas. ¡Ya conocía el nombre de Niamnyam sin preguntárselo! ¡Otra vez me despisté! De nuevo mi mente escurridiza. Se me pasó por alto decirte que Niamnyam sobrevivió a la caída. Resulta que recordó la lección que Piittel le había dado en el iceberg. Sí, esa de llenar con aire los pulmones, o lo que tenga ese bicho, para dejar que Arquímedes hiciera su trabajo. Sus parientes de arena blanca lo habían encontrado a la mañana siguiente en la orilla, sin dar mordiscos y dientes arriba. Increíble. Imagínate el agotamiento que debía haber zampado entre aquellas olas para estar durmiendo con la boca cerrada. Gracias a la ayuda de sus parientes, se pudo recuperar


vigorosamente de ese mal trago y emprender nuevamente el viaje con su inseparable amiga Piittel. Porque allí estaban de nuevo, cruzando otro trozo de aventura. Cada vez más cerca de su meta. Eran los únicos pasajeros a bordo, por lo que iban muy cómodos sobre el lomo de la Vieja Mamá. Ella les explicó que el tráfico de pasajeros era un poco como el viento en la zona: cambiante y caprichoso. Y que aunque estacional y previsible, su intensidad y origen iban más allá de su conocimiento. La tranquilidad de la travesía les ayudó a dejarse embriagar por la belleza del momento. Allí tumbados, mirando hacia el cielo, se parecían a un señor que habitualmente está acostado, siempre con la misma ropa, en el parque de al lado de mi casa. Un rato y medio más tarde, Niamnyam se fijó en las cicatrices de la manatí. Tenía marcado todo


su cuerpo, como los que alguna vez escaparon en busca de su libertad. Eso certificaba que la Vieja Mamá llevaba mucho tiempo en la mar, casi tanto como el sufrimiento que le debían haber producido esas heridas. Cada una de ellas era el recuerdo que le había regalado una inocente hélice. No se las puede acusar, porque ellas sólo saben girar. Más adelante, en un momento del viaje, la Vieja Mamá les confesaría que ya estaba acostumbrada. Que al principio se intentaba esconder bajo la superficie del mar o nadar más rápido para salvarse del dolor, pero su naturaleza tiene unas limitaciones que son muy difíciles de engañar. Así que aprendió a aceptar el hecho sin generar malos sentimientos hacia sus agresores, con la esperanza que tal vez su dolor sirviera para que esas barcas despistadas fueran más atentas en sus próximas salidas. — Vieja Mamá, ¿puedo preguntarte más cosas? — dijo Piittel con algo de temor a incomodarla. — Claro joven amiga. Todas las que quieras. Será un placer ir contigo hacia los asuntos que más te inquietan. Y no te preocupes por importunarme —


dijo como si le pudiera leer la mente— si haces algo que me molesta, significará que tengo algún asunto personal por resolver. Es más, estaré muy agradecida si eres capaz de irritarme con tus preguntas, así podré descubrir el escondite secreto de mis defectos más astutos. Piittel se quedó pensativa al escuchar esa respuesta. El amor que liberaba aquella criatura la envolvía en un bienestar que jamás había saboreado. Niamnyam escuchaba atentamente, con una sonrisa en su rostro, como si supiera todo lo que iba a ocurrir. ... — ¿Tan malas eran las preguntas que huyeron volando? —preguntó con cariño la manatí. — ¿Qué te gusta más, cuando zarpas o cuando arribas?—dijo Piittel regresando a la conversación.


— ¡Interesante pregunta, joven marinera! ¡Y muy buen vocabulario marinero!—el cuerpecito de Piittel brilló oxidado al escuchar eso—. Cuando inicio la travesía me gusta mucho. Disfruto de lo desconocido. No conozco a los pasajeros. No sé cuándo llegaremos ni las sorpresas que nos dará la mar durante la travesía. Ignoro si las corrientes nos ayudarán o nos perjudicarán. Lo único que sé es que algún día llegaremos. Y cuando eso pasa, también disfruto. Porque puedo descansar. Porque en cada viaje aprendí algo. Porque cada pasajero me hizo un regalo. Y porque nace la posibilidad de hacer otro nuevo viaje. Sí, también me gusta mucho cuando llego. Al final, creo que lo que más importante es hacer el viaje. Ahí reside todo el encanto de la aventura. — Gracias por la respuesta Vieja Mamá. Y de los dos lugares, en cual te quedarías a vivir cuando te jubiles ¿en la isla o el continente? —Piittel estaba muy animada con aquella conversación. — ¡Para eso todavía falta mucho tiempo! El continente es grande. Tiene variedad de cosas, aunque quizás muchas. Y la isla es pequeña. Tiene


menos cosas, aunque quizás las necesarias. El resto es todo igual. Los pasajeros a veces están confundidos. Piensan cuando van en una dirección que lo otro es mejor y más tarde piensan al revés. Adaptarse a cualquiera de los dos lugares significa comprender las cosas más allá de lo que uno escucha, porque tanto en la isla como en el continente uno puede vivir acorde a lo que es. Lo importante no es lo que nos rodea, sino lo que somos. — ¿Y cómo son tus pasajeros? —preguntó Piittel a la vieja manatí, sintiendo poco a poco que ese bello animal era muy sabio. Sus palabras sonaban compasivas. — Normalmente cargan mucho equipaje con ellos. A veces, durante el viaje, piensan que lo que llevan es lo más importante. Se obsesionan con protegerlo y defenderlo, porque tienen miedo a sentirse desnudos. Creen que les va a hacer falta en el futuro, sin darse cuenta de que cada lugar es diferente. Más tarde, cuando llegan, algunos se dan cuenta que lo importante no es lo que llevaban con ellos, sino lo que fueron capaces de


dejar atrás. Es muy difícil llevar las cosas sin cargarlas, pero es posible. Mi trabajo, Piittel, no es sólo acompañarlos, también es que lleguen más ligeros a su destino. Piittel no sabía que decirle. Puso cara de haberlo entendido todo, pero yo la conozco, no se había enterado absolutamente de nada. Yo tampoco, pero me dijeron que escribiera esto. — Ya lo entenderás… —dijo la Vieja Mamá interrumpiendo los pensamientos de Piittel— Lo importante, joven amiga, es que hagas lo que hagas, confíes siempre en tu corazón. Y siguió nadando, inundada de paz, como si siempre hubiera formado parte de aquel océano.


|+||+|

— ¡New York, New York! —anunciaba ese gigante con un acento inconfundible. — Aquí te dejo dos pasajeros que van para allá, B.M. —dijo la Vieja Mamá— ¡Nos vemos pronto, amigos! Así se despidió de los tres, porque el zunzuncito también estaba revoloteando por allá. B.M. era el ser más grande que Piittel había visto en su vida. Pensó que la naturaleza había sido muy injusta haciéndola a ella tan pequeña y a B.M. tan grande. Pero tras tres rápidos pensamientos, aceptó las diferencias con facilidad, es más, pudo ver las ventajas de ser chiquitita y se sintió muy feliz. Piittel ya estaba aprendiendo a manejar sus pensamientos.


Zarparon puntualmente. A lo lejos vieron a dos niños y cuatro niñas jugando con una pelota y un palo en la playa, bajo la mirada atenta de sus padres. Era una imagen inspiradora para Piittel. Una vez entre las olas, tardó menos que lo que tarda un pingüino en comerse un helado para empezar a preguntarle a ese amable conductor sobre los asuntos que brotaban de su pensamiento. — ¿Qué piensas sobre los seres humanos, B.M.? — Que son unos seres muy primitivos — dijo aquel enorme bonachón sin dudar. Esa era una respuesta desconocida para Piittel. Nadie le había dado un parecer tan simple sobre las personas.


— ¿Quieres saber los motivos de mi respuesta? —le preguntó B.M. intuyendo la curiosidad de Piittel. — ¡Claro que sí! —exclamó Piittel. Aprender era lo que más le gustaba hacer. — Lo que te voy a decir no deja de ser mi opinión, aunque es posible que le resulte interesante a una preguntona como tú —dijo B.M. riéndose—. Creo que los humanos siempre van con prisas para llegar a ningún lado, porque a veces sólo saben mirar el futuro. Pero ese nunca está presente — afirmó B.M. sin parar de nadar—. Y cuando el futuro se les aleja un poco más de lo habitual, vuelven la cabeza para mirar el camino que ya recorrieron, para girar y girar sobre lo que ya hicieron. No hay quien entienda esa manera de actuar. Creo que a los humanos les cuesta estar en un lugar del camino, dejando de mirar lo que deben recorrer o lo que ya caminaron. — Es muy interesante lo que dices B.M. — respondió Piittel poniendo gotita de intelectual.


— Han logrado sus grandes avances como especie partiendo de un temor ancestral hacia la naturaleza. Quieren vivir más, quieren comer más, quieren hacer más… De esta manera nunca están cómodos, no tienen suficiente, por lo que la búsqueda de un bienestar imaginario se convierte en el motivo de su existencia. Ya es la especie con más influencia sobre el planeta ¿Cuál es su límite? ¿Cuándo se darán cuenta de que la vida es otra cosa?... ¿Cuándo sean los únicos de este planeta? ¿Cuándo la naturaleza se canse de ellos? Yo creo que B.M. no dijo ninguna tontería aquel día. A lo mejor cualquier otro día sí, pero eso jamás lo sabremos. — Observa también su organización social. ¿Te has parado a pensar cómo eligen a sus líderes? ¿No has visto cómo muchos sólo critican a esos mandatarios sin querer ver que harían exactamente lo mismo en esa situación de poder? Lo veo a diario. Lo respiro desde aquí. Creo que eso les viene por la debilidad que en su interior


les produce un invento de los suyos: el dinero. El interés que les despierta eso tiene más poder sobre ellos que el que pretenden conseguir a través de él. Por eso, muchas veces, las personas que lideran los grupos humanos no son las más aptas para guiar al resto hacia un beneficio común. ¡Son tan primitivos que todavía no se pueden organizar entre ellos sin normas! Fíjate en otros seres vivos del planeta. Lo hacen mucho mejor que ellos —le iba contando B.M. Piittel escuchaba sin interrumpirle. — La más graciosa de sus habilidades es su gran capacidad de imitar. Observa cómo se copian entre ellos. Son auténticos profesionales. ¿No viste que uno hace una cosa y el resto hace lo mismo?— decía B.M. lleno de compasión—. El ejemplo más claro lo tienes con los hijos. Normalmente imitan a sus padres cuando son adultos, aunque lo normal también es que lo nieguen. Sus emociones son muy astutas y se hacen pasar por pensamientos propios y originales.


Su presencia en el océano era majestuosa. Continuó expresando sus ideas. — He podido observar que hay tres tipos básicos de personas: las que se dedican a copiar, las que eligen que es lo que se debe copiar y el resto. El primer grupo son muy ignorantes, ya que son víctimas inconscientes de sus debilidades. El segundo tipo es muy marrullero. Usa infinidad de estrategias para condicionar y manipular a los primeros. Su único objetivo es obtener el máximo beneficio personal y, aunque se piensan muy diferentes, también son perjudicados por la misma ignorancia de aquellas que copian. El resto, una minoría, hace lo que puede por permanecer en armonía y equilibrio, aunque no es fácil en medio de esa tormenta. — Gracias por tus respuestas. Nunca los había visto así, B.M. —Piittel se quedó meditabunda tras esas ideas.


Ese ejemplar de Balaenoptera Musculus, una gran ballena azul conocida por sus amigos como B.M., le habĂ­a dado mucho para reflexionar.


………….|

….AMOOOOUUURRR…… pfffiiiuu..... — ¡Ya extrañaba esto! —exclamaba Piittel sin llegar a creerse que de nuevo estaba volando con su amiga— ¡Pensaba que no nos íbamos a ver más! — Siempre hay una próxima vez —le respondió Pelusota. — ¡Gracias por este penúltimo vuelo! —le dijo Niamnyam con mucho aprecio. — ¡No hay de qué! Volaba por aquí en una de esas casualidades que no existen y sentí vuestra inconfundible presencia. Voy de camino al polo norte. Tengo un mensaje muy importante que dar a unos familiares tuyos, Niamnyam. Es de parte de unos exploradores helados, medio locos y preocupados que me encontré por ahí perdidos ¿En qué parte de la ciudad queréis que os deje?


— En el árbol donde aterricé en el mundo, por favor. Yo te indico. Al cabo de muy poco tiempo, se posaron sobre la rama más alta del árbol más grande de Central Park. Ese que ya conoces. Se sintió en casa. Algo dentro de ella floreció al mismo tiempo que otra parte se marchitaba. Sabía que dejaba atrás una hermosa y maravillosa aventura. Un agridulce adiós a algo que no lograba identificar vibraba en toda su gotita. Intuía que una profunda transformación estaba tocando las puertas de su ser. — Debo irme —dijo Pelusota con un gesto serio. No supieron si era debido a la urgencia del mensaje o por el gris amenazador de unas nubes cercanas. Algún día lo sabremos. Al igual que todo el resto. Alzó el vuelo hacia su deber. No miró atrás. No pudo. Pero aquella singular aviadora les hizo un último regalo a sus amigos: trazó un bello


mensaje de despedida en la inmensidad del cielo neoyorkino. Les regaló un corazón. De nuevo solos, como en aquel iceberg que les unió, nuestros dos amigos comenzaron a filosofar distendidamente, como tantas otras veces habían hecho a lo largo de su peregrinaje. — Durante este viaje he aprendido una gran lección, Niamnyam— afirmó Piittel con rotundidad. — ¿Cuál? —le preguntó Niamnyam haciendo como si no supiera lo que le iba a decir. — Cuando me desperté en aquel pedazo de hielo, escuchando tus temibles mordiscos…—empezó a contar Piittel— ¡Quién me iba a decir a mí que una criatura de apariencia tan feroz iba a convertirse en mi mejor amigo!


— ¡Y a mí que los Piittels eran tan cobardes! —le respondió Niamnyam entre carcajadas. Se rieron juntos. Una vez más. — Recuerdo que al principio me sentía sola, perdida y desdichada. Maldije a los seres humanos y sus malas prácticas. Una cascada de sentimientos negativos brotaba desde mi interior. Sin comprender los motivos reales. Sin saber cómo controlarlos. Golpeaban mi esencia, haciéndome mucho daño. Más tarde, gracias a ti, empecé a comprender las cosas de otra manera. Me llevaste de la mano hacia mi interior. Me acompañaste a ver parte de nuestro planeta, lugares hermosos y seres que jamás hubiera conocido estando aquí en Nueva York. He tenido el privilegio de vivir situaciones únicas y llegar a conectarme plenamente de la naturaleza. Aprendí a disfrutar de las pequeñas cosas que nos da el presente y a sentir una paz que nunca antes había experimentado. Aprendí a observarme y conocerme. Y me siento afortunada por todo esto. Mucho.


— ¿Pero cuál es esa lección?—le preguntó Niamnyam con sonrisa pícara. — Que lo que sentimos sólo depende de nosotros. Que una misma situación se puede vivir de maneras muy diferentes, dependiendo de nuestra actitud. Que todo sucede por alguna causa, aunque a veces es difícil de aceptar. He aprendido que la vida da muchas oportunidades, no pocas veces a través de situaciones difíciles. Ahora soy capaz de transformar algo negativo en un motivo para crecer… ¿Pero sabes que es lo mejor de todo? — Cuéntamelo — dijo Niamnyam con curiosidad. Ese secreto ya se escapaba de su afinada intuición. — Tu amistad y el amor que se desprende de ella. — Gracias amiga —dijo Niamnyam sonrojado. En ese momento parecía una bola de helado de


fresa. Por primera vez desde que se conocían, Niamnyam se quedó sin habla. Sus pensamientos descanso.

y

emociones hicieron

un

Empezó a caer agua del cielo. De esa manera tan sutil que no moja hasta que uno ya está empapado. Exactamente de la misma manera que brotan algunos amores. — Por cierto Niamnyam, antes de separarnos, me gustaría preguntarte algo a ti también. — Sobre los seres humanos, ¿no? —le respondió Niamnyam al instante. Su intuición había regresado de nuevo. — Sí. Escuché mucho sobre ellos durante este tiempo, pero desconozco tu opinión. Me gustaría que compartieras conmigo tus ideas.


— Claro que sí, querida amiga. Creo que el ser humano es una especie todavía muy joven, a pesar de que muchos no lo consideran así. Tienen todavía un largo camino que recorrer. Dejarán de ser como son para conectarse, como el resto de nosotros. Es cuestión de tiempo. Sólo deben evolucionar como especie. Y lo harán, no tengas la menor duda, ya sea por decisión propia o ajena. — ¿Y por qué crees que actúan de la manera que lo hacen? —preguntó Piittel. — Hace ya algún tiempo, no tanto, se dieron cuenta de que no podían adaptarse al medio que los rodeaba. Otras especies lo hacían mucho mejor que ellos. Siendo débiles y tan llenos de miedo, los humanos no tenían mucho futuro por aquí. Su situación era muy desesperada. Hasta que un buen día, a un humano frustrado se le ocurrió la idea de hacer algo diferente: si no podía adaptarse a la naturaleza, adaptaría la naturaleza a él. Hizo algo novedoso para aquel tiempo y le puso el nombre de inteligencia. A todos los humanos les gustó mucho la propuesta, porque habían encontrado la manera para dejar


de perder todas las batallas contra la naturaleza. Algunos seres de este planeta protestaron y les dijeron que eso no se podía hacer. Que eran unos tramposos. Los humanos les ignoraron, dijeron que eran unos perdedores y siguieron puliendo su recién descubierta habilidad. Por eso ya dejaron de escucharnos hace mucho tiempo. Por eso son así. — ¿Pero tú crees que hicieron trampas? ¿De verdad se puede? — No, sólo eligieron un camino diferente. En la naturaleza no se pueden hacer trampas. Es imposible. La jefa no lo permitiría —dijo riéndose Niamnyam. — ¡Menos mal! —suspiró Piittel aliviada. — Modificar todo lo que tenían a su alrededor les hacía sentir cada vez más poderosos. Aprendieron a controlar el fuego y usarlo a su conveniencia, a hacer crecer las plantas donde ellos querían y a someter a otros animales para


alimentarse de ellos. Vieron que si no tenían la fuerza o destreza necesaria para realizar una tarea, podían crear unas herramientas para hacer eso que sus cuerpos limitaba. Y así, generación tras generación, hasta el día de hoy, que son capaces de hacer cosas que ningún otro ser vivo del planeta puede realizar. Incluso, por esa inercia de querer siempre ganar, su necesidad de controlar y su numerosa población, se empezaron a enfrentar entre ellos. Su desenfrenada búsqueda por el bienestar individual no tiene límites. Piittel lo miró muy seria. — Por mucho que han avanzado tecnológicamente, siguen teniendo muchísimos miedos, como cuando andaban huyendo a diario de sus depredadores. Creen tener muchas libertades, pero siguen siendo prisioneros de sus propias mentes, las cuales están dominadas por unas cuantas emociones y un par instintos básicos. Eso controla sus vidas por completo, sin que ellos se den cuenta. Les hace sencillos y predecibles. Por


esas razones, son fáciles de influenciar. Ya te lo explicó B.M. — Creo que ya lo entiendo. Pero los pensamientos... ¿sólo los usan para ganar? Con todas esas cosas que pueden hacer, me cuesta creer que ningún humano haya aprendido a usar su inteligencia de forma diferente. — Claro que sí. Poco a poco van descubriendo los diferentes usos de su inteligencia, pero todavía les cuesta manejarse en esa nueva manera de entenderse. Los seres humanos son capaces de percibir diferentes energías, de comunicarse sin palabras o de simplemente ser, realizando su función en la Tierra. Con su mente son capaces de hacer cosas que ni ellos mismos saben. Ya hace mucho tiempo, unos cuantos humanos se dieron cuenta de las infinitas posibilidades de su inteligencia e intentaron decírselo al resto. ¿Y sabes qué pasó? — Cuéntame —dijo Piittel —de las personas ya no me sorprende nada.


— Que en no pocas ocasiones esas personas tuvieron muchos problemas, porque el resto no los aceptaba. Eran diferentes ¿Cómo iban a usar su mente de otra manera? ¡Sólo a un loco se le ocurriría eso! — ¡Cómo son estos humanos! — Piittel escuchaba a Niamnyam con mucha atención. Casi con tanta como la que tú le has dedicado a este regalo (no te olvides de nuestro pequeño acuerdo inicial). — Algunas de estas personas que usaban su inteligencia de otra manera, intentaron explicarlo al resto a través de diferentes enseñanzas y libros, como si fueran manuales de uso del ser humano. Unas instrucciones para comprenderse a ellos mismos en profundidad. Para que pudieran conocerse. Aquellos que los escribieron lo hicieron con precaución, en un estilo y lenguaje adaptado a cada época y entorno, para que las personas de esos diferentes lugares y momentos pudieran entender y usar esas herramientas de la manera adecuada.


— ¿Y qué pasó? —interrumpió Piittel, impaciente por conocer. — Pues que algunos humanos entendieron esos libros. Incluso un buen número de individuales aprendieron a comunicarse con nosotros. Pero resulta que otros, lo más ignorantes, no los entendieron bien. Tienen una manera de comunicarse que es muy imprecisa y primitiva. A lo mejor esa fue la causa que hizo errar a esos hombres que creyeron haberlos entendido. O tal vez pensaron que eran muy sabios por saber un poco más que el resto... Aunque lo más probable es que pensaran sólo en ellos, por esa necesidad de ganar que te explicaba antes. Esa que se les esconde en lo más recóndito de su ser. — ¿Y qué hicieron con esos manuales? —preguntó Piittel cada vez más intrigada. — Hicieron un mal uso de esos libros y enseñanzas. ¡Estos humanos no tienen remedio! Y no sólo les llevó a separarse más de nosotros,


sino que nacieron enormes conflictos entre distintos grupos. Usaron sus diferentes maneras de entenderlos e interpretarlos como excusa para hacerse mucho daño entre ellos. Y todo esto sigue a día de hoy. — Es una historia muy triste —dijo Piittel. — Sí, lo es. La naturaleza está en constante evolución. La vida es transformación. Pero por alguna extraña razón, que no consigo comprender, a la mente humana le cuesta mucho cambiar. Cuando una persona tiene una creencia, se abraza tan fuerte a ella que parece que forma parte de su ser. Es capaz de pelearse con los que le aman por no soltar ese pensamiento, como si lo necesitara para respirar. Puede dejar de escucharlo todo por defender una idea que, muchas veces, ni siquiera es propia. — ¿Qué sentido tiene pensar así? Es verdad que los humanos son raros. Creo que poco a poco los voy entendiendo mejor. La inteligencia es una adaptación increíble y se puede utilizar de


innumerables maneras, pero ellos todavía no saben usarla muy bien. — Piensa, Piittel, que la inteligencia la descubrieron hace muy poco tiempo. Por eso les pide mucha atención. Como una criatura recién nacida, todo el tiempo queriendo distraerse. Pídele a un humano que no haga nada. Que únicamente respire. Que no esté pensando en lo que hizo ni en lo que hará. Que sea. Se sentirá muy incómodo, porque desde el primer humano que se le ocurrió eso de la inteligencia no han hecho otra cosa que alimentarla con emociones, para que no se aburra. La nutren todo el tiempo con planes de futuro y recuerdos pasados. Todo esto fue imprescindible para poder sobrevivir como especie, porque era parte de su aprendizaje. Pero ya no les hace falta. El problema es que su inteligencia se ha hecho adicta a las emociones y ellos no se dan cuenta. No se observan, porque al no estar acostumbrados, se aburren si lo hacen. Aburrirse es una cosa característica de los humanos. Otros seres también se aburren, pero la inteligencia de los humanos, para eso, es la peor de todas las


criaturas de este planeta. A las personas no les gusta nada aburrirse, por eso hacen todas esas cosas raras que hacen. Muchas de ellas sin sentido. — Que seres más curiosos —dijo Piittel. — A veces parece que les han puesto una venda en los ojos y lo único que saben hacer es galopar hacia delante. ¿Hacia dónde corréis tan rápido? ¿No veis que os podéis parar y quitaros la venda con tranquilidad? ¡Observad el milagro del cual formáis parte! ¿Por qué sólo utilizáis vuestra inteligencia para ganar? Muchas veces les digo esto, pero no me escuchan. El objetivo de los humanos es el mismo que el de todos nosotros: la misma existencia. Ser esta maravillosa evolución. — ¿Tú crees que algún día todos ellos se darán cuenta de esto? —preguntó Piittel esperanzada. — Quizás, un buen día, a un humano frustrado por no saber usar sus pensamientos bien, se le ocurra la idea de hacer algo diferente: si adapto


todo lo que me rodea a mí, nunca podré ser. Quizás ese humano comprenda, a través de su inteligencia, que no puede seguir pretendiendo cambiar su entorno. Que tiene que dejar de transformar este planeta a su antojo, porque no le pertenece. Que debe educar su inteligencia y sus emociones. Que tiene que dejar escapar esas creencias que sólo le encadenan al pasado. Quizás ese humano decida cambiar él, en vez de intentar cambiar al resto. Quizás haga algo novedoso para la época y ya no haga falta ponerle un nombre a eso. Quizás al resto de los humanos les guste mucho, porque sentirán que han encontrado un nuevo camino. — Les deseo muchísima suerte ¡Ojalá ese cambio les llegue pronto! — Los cambios pueden ser drásticos o lentos. Pero todo se transforma. La situación de los humanos también lo hará. La jefa es sabia. Ya se encargará ella de hacer lo que tenga que hacer. De momento, nosotros debemos procurar ayudarlos en ese descubrir —afirmó Niamnyam.


— ¡Tus ideas me han inspirado! A partir de ahora voy a intentar conectarme con los humanos. — ¿Sabes que llegó el momento de despedirnos, no?— le dijo Niamnyam. Piittel no respondió. Se quedó mirando a su amigo, agradecida y llena de amor. Se abrazaron. No hizo falta nada más. Allí, en la copa de ese árbol, se vieron por última vez. Niamnyam se fue rodando, porque es lo que más le gusta hacer después de morder y ayudar. Bajó por la calle cuarenta y dos. Yo le podría haber guiado, porque paso muy a menudo por ese edificio grande que está junto al East River. Lo que más me gusta de ese lugar es la inmensa


colección de banderas que ondean a la entrada. Y aunque las barreras que tiene a su alrededor son muy feas, entiendo que son necesarias, porque si no estuvieran la gente entraría sin pagar. El espectáculo allí dentro tiene que ser increíble. Mi papá me contó que ese es el circo más grande del mundo. Yo no lo sé, porque no conozco todos los circos del mundo, pero desde fuera este se ve bastante grande. Espero poder entrar algún día. Aunque ahora, más que eso, me gustaría saber con quién habló ese día Niamnyam. ¿Quién debía ser ese señor de la escoba tan importante? A lo mejor lo veré algún día en el televisor. Piittel se quedó quieta. Allí mismo. Observándose. ... Se conectó. Tomó conciencia de lo que era.


Se dej贸 caer.


…………. | + |

Aquella mañana, estaba en uno de mis lugares favoritos de la ciudad. Tranquilo. De pie, con los brazos en cruz, palmas hacia el cielo y ojos cerrados. Disfrutando de esa refrescante lluvia sobre mi rostro. Una fría gota de agua aterrizó en mi frente. Entre los ojos. Me conecté con ella. En ese momento, comprendí. Nos comunicamos. Un segundo después, me cayó Exactamente en el mismo lugar.

otra

gota.

Se evaporó de inmediato. Desaparecieron ambos. Fueron únicamente unos instantes con aquellos dos Piittels enamorados, pero jamás lo olvidaré.


Suerte que mi nuevo amigo estaba por allí aquel día. Gracias a él os he podido contar esta historia. Ahora sé que me queda mucho por aprender, porque… ¿Qué voy a saber yo con once años? ¡Menos mal que este avispado zunzuncito está en todas!


. 22625 Son las palabras que deben haber llegado a ti, como un regalo Si así lo recibiste, comparte esta historia Ayúdala Porque todo esto no es más que otro intento de contarte eso que ya sabemos Gracias por acompañarme hasta aquí

http://www.piittel.com mailto:abhuta@abhuta.com


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“Dicen que esta puede moverse 299.792.458 metros en un segundo, que son exactamente 1.862.823 millas en ese mismo segundo. No te confundas, los dos números representan la misma distancia recorrida”. Y todavía, a estas alturas… ¿sigues pensando que los libros nunca mienten?


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